Covadonga

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Eduardo Caamaño

Al principio, lo primero que llamaba la atención era su pecho, como enorme quilla. Abundante, señalado hacia un lejano horizonte. Después, era su porte altivo, un poco desdeñosa. Covadonga siempre sostenía que era para asustar a los timoratos.

A ella le gustaban los hombres y las mujeres fuertes, inteligentes, los que miraban de frente, sin pestañear. Su tono era imperioso. La voz retumbaba en su pecho de barco. Nosotras siempre estábamos ahí, observándola, participando de las historias que solía inventar. Coleccionaba sueños, anécdotas, historias, como lepidocterófilo que busca aleteos de colores para hundirles el alfiler.
No le gustaban las historias felices, para eso estaban los cuentos de los Grimm y los de Anderson, decía. No, le gustaban las historias que se coloreaban de sangre. Ahí, por lo menos, hay pasión, no remedos. Era categórica en lo que afirmaba.A ella, que no le dieran mitades. Lo quería todo, sin tibiezas. Color. Hondura. Crímenes. Palpitar.

Nosotras le buscábamos historias en la nota roja. Podía pararse horas riéndose después de leer sobre un crimen, en el que al final los asesinos habían comido sandía en la cocina de sus víctimas. Nosotras nos estremecíamos, pero así era. “Es sanguínea”, nos decíamos. En el fondo no era mala.

Era muy poco lo que sabíamos de ella. De origen dominicano, una nariz achatada y unos pómulos poderosos delataban, quizá, su origen negro. Covadonga, sin embargo, hablaba de sus orígenes ingleses. Decía que su apellido era Woolf y que creía estar emparentada con una escritora famosísima de la que, por supuesto, qué vamos a saber nosotras quién era.

Cuando llegó al pueblo todos nos maravillamos. Sus muebles de mimbre, pintados de blanco; sus jaulas llenas de pájaros de colores, aves que nunca habíamos visto y que eran su orgullo.

Se había casado con don Celestino, un viudo viejo sin hijos. El hombre, acaudalado, viajaba por todas partes del mundo. En uno de esos viajes conoció a Covadonga. Mientras él se agostaba cada día que pasaba, ella se hinchaba como nube cargada de lluvias.   Cuando don Celestino murió, Covadonga despidió a los parientes de su esposo con una breve frase: “todo es mío”. Un testamento ológrafo fue la prueba que nadie pudo rechazar. Los rumores crecieron en el pueblo. Era bruja, decían. Fue por esa época que apareció en su casa un gato enorme, con un pelo largo y espeso que lo cubría. En las noches, casi como un ritual, llamaba a su gato: “¡Ptolomeo! ¡Ptolomeo!”. El gato respondía con un maullido poderoso y desafiante.

Acostumbramos visitarla por las tardes. Por un acuerdo, susurrado entre nosotras, decidimos nunca comer nada en su casa. Le llevábamos galletas primorosas que hacíamos de todas las formas de animales: elefantes, conejos, vacas, caballos.

Ella, cuando recibía nuestro obsequio, se reía. Era como si leyera nuestro pensamiento. Se las comía una a una, remojándolas en una taza de café humeante. Invariablemente, socarrona, nos decía que hubiera preferido que fueran figuras humanas.
En el pueblo todos usábamos colores mudos. De ahí que sus vestidos amarillos vibrantes, rosas vibrantes, rosas chillones, rojos apasionados nos escandalizaban.
Nunca guardó luto. El día del funeral de don Celestino se mostró, ante los ojos azorados de todos, con un vestido púrpura y una sombrilla amarilla.

Ella, Covadonga, disfrutaba con los rostros atónitos. Jugaba con nuestras emociones como si fueran las cartas del tarot que acostumbraba desplegar en nuestras visitas de la tarde.

Contemplaba las cartas con reverencia. “Él viene”, lo dijo sin emoción. Volteó la carta para mostrárnosla. Era un jinete con espada. Después se hundió en un silencio abismal.
Durante días espiábamos la casa. No nos atrevíamos acudir a verla. Nada pasaba. Nadie llegaba.

Reanudamos nuestras visitas. Pareció alegrarse. Ella leía complacida enormes volúmenes que le llegaban por correo, eran novelas de Agatha Christie. Las hojeaba delante de nosotras y con sorna exclamaba, “en este pueblo nunca pasa nada”.

Una tarde, mientras observábamos cómo echaba las cartas, sin nada, ni siquiera un ruido que lo delatara, entró en la habitación donde estábamos, el hombre más negro que habíamos visto. Era robusto, y una cara amplia abrigaba su boca descomunal. El hombre, con voz tonante, gritó: “¡ya llegué!”.
Covadonga estaba transfigurada. Tímida. Melosa. Tartamudeante.

Salimos de la casa sin saber quién era aquel hombre rudo. “Ofrecida” dijimos. Las puertas de Covadonga se cerraron. Los alaridos de placer reemplazaron el llamado a Ptolomeo.

Para ir a la iglesia teníamos que pasar frente a la casa de Covadonga. Una mañana descubrimos el cuerpo exánime de Ptolomeo. Las cuencas vacías de sus ojos fue un recuerdo que nos persiguió durante las noches eternas de tés de tila. Con el cadáver de Ptolomeo entre brazos, tocamos el aldabón. Insistimos.   Nadie acudió. Aunque el gato siempre nos había causado miedo, decidimos enterrarlo.
Los alaridos seguían. “Qué amor tan sonoro”, pensábamos.

No sabemos cómo fue que no supimos leer los presagios. Una oleada de intenso calor penetró por las paredes de todas las casas del pueblo. El cielo se enrojeció todo un día. Ese día decidimos ir a la primera Misa. Cuando pasábamos por enfrente de la casa de Covadonga vimos que las puertas estaban abiertas de par en par. Nos alegramos. Llenaríamos nuevamente nuestras tardes con la oronda figura de Covadonga. Estábamos dispuestas, incluso, a conseguir pequeños moldes humanos.

Nos asomamos tímidamente al corredor de muebles de mimbre. “¿Covadonga, Covadonga?”, llamamos. Silencio. Ya nos íbamos cuando notamos en la atmósfera un olor mefítico. Entonces decidimos entrar. Casi de puntillas recorrimos el largo corredor. Las jaulas estaban vacías. El olor picante y extraño provenía del comedor. En la alta silla de la cabecera de la mesa el cuerpo amarrado, mutilado de Covadonga nos observaba desde unos ojos sin luz.

En la mesa, junto al abanico de cartas del tarot, unas enormes y podridas rebanadas de sandía se distribuían de una manera extraña.
Vimos, entonces, el rostro del jinete con espada que nos miraba.

Acerca de Tania Rodríguez

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