Muriendo lento (Domingo)

ilustracionEstaba en algún lugar hermoso, si es que esa palabra describe algo. Mejor digamos que estaba en algún lugar cómodo, como en el útero de nuestra madre antes nacer. Desde luego estaba soñando.   Es natural que una persona sepa que sueña cuando lo está haciendo. En fin. Yo estaba en ese agradable trance cuando escuché la voz de una mujer diciéndome.

–¿Qué vas a hacer?

–¿Mañana? –contesté.

–No, hoy –dijo ella.

Al otro lado de la habitación, la mucama llamaba a la puerta. Tocaba de una forma que resultaba imposible conciliar el sueño. Después de unos instantes se decidió a abrir y decirme de una manera indiferente:

–Su tiempo ha terminado.

–Deme otro día –dije de una manera un poco grosera.

–Tiene que bajar a hacer el papeleo.

–Lo haré después de dormir, señora. Ahora salga de mi cuarto.

Cerró la puerta de mala gana. La chica seguía ahí, era una hermosa morena de veinte años, su pelo era chino, y su cuerpo, como ya dije, era el de una hermosa morena de veinte años. Tal vez era mucha mujer para un patán como yo, lo cierto era que casi no la conocía. Me dispuse a continuar el sueño, pero antes le dije:

–Estaré aquí hoy.

–¿Todo el día?

–Tal vez.

  Ella me miró. Regresé a lo mío, escuché a la chica levantarse e ir hacia el baño, oí cómo se abrió la regadera y comenzó a salir agua, hasta que me quedé dormido. Desperté después de algunas horas, ella ya no estaba y en mi cabeza comenzó a formarse la idea de que tal vez todo había sido una alucinación o algo parecido. Me levanté de la cama. Fumé un poco de hierba. Eran las 11:00 a. m. “En una hora tendré que ir a trabajar”, pensé. Fui al baño a asearme. Mientras lo hacía, pensaba en la chica. La conocí ayer en un club del centro, recuerdo que la invité unos tragos, nos divertíamos bastante. Ella me puso una pastilla en la boca, nos besamos saliendo del lugar y terminamos aquí en este cuartucho de hotel. No puedo decir que no me la pasé bien, sin duda lo volvería a hacer, pensé.

Salí del hotel hacia mi trabajo. Por suerte seguía en el centro, así que fui caminando hacia Madero, ahí estaba la cocina donde trabajaba. Trabajar en una cocina es una de las cosas que podrían hacer que un hombre se suicide. Si no fuera por la paga, sería verdaderamente insufrible. Eso pensaba, cuando oí la voz de José, uno de los cocineros.

–¿Qué haces, muchacho?

–Muriendo lento –contesté.

  El tipo me miró, al parecer no entendía lo que dije. No entendía que trabajar en ese maldito hoyo, para esa gente estúpida, era lo mismo que morir en vida, era como dejar de ser una persona para convertirse en un número o en un robot, una especie de cadáver sin alma que trabaja para vivir y vive para trabajar. Maldito círculo vicioso que jode a todos en el mundo. Ya lo dijo una vez ese tipo que era muy rojo: el trabajo jerarquiza la sociedad… Y yo agregaría que también la jode. Seguí fregando los platos, el tipo se fue sin decir nada. La gente es muy rara.

  Seguí laborando en aquella cocina del restaurante vegetariano. Lo más importante del asunto era que aquel empleo era el primero que conseguía en mucho tiempo. Tenía una semana metido ahí. Ese día era domingo y continuaba muriendo lento hasta que me llegó el fantasma de aquella veinteañera, fue en ese momento en el que me di cuenta de que jamás me dijo su nombre. No pude evitar acariciar la idea de ella, tal vez, nunca fue real. La sensación me causaba algún extraño placer, tanto que divagué en ese pensamiento de tal forma que mis compañeros de trabajo lo notaron y en algún momento Elsa, la jefa de cocina, me regañó.

–¡Eh, tú, muchacho! ¿A qué hora piensas acabar esos platos?

–En un momento señora –dije de forma casi automática.

  Elsa me miró y después se fue. Terminé los platos, deseaba con todas mi ganas que mi turno terminara. Los domingos era el día de paga y eso me hacía un poco feliz. Mientras pasaba el tiempo, fantaseaba con terminar mi turno e ir al bar que estaba abajo del restaurante, pedir una cerveza que pagaría con el sudor de mi frente, esa idea también me causaba cierto placer.

Ya eran las últimas horas del día cuando mandaron llamarme con un mesero amigo del gerente. El tipo me miró y me dijo:

–Oye, me da un poco de pena porque tú me caes muy bien, pero tengo que darte las gracias.

–¿Qué?

La noticia me tomó por sorpresa, es decir, llevaba una semana trabajando ahí.

–Es que los de la cocina se quejan mucho de ti, dicen que llegas muy tarde.

Eso era cierto. Toda la semana llegué tarde, además de que fumaba café adentro de la cocina, lo cual no les agradaba mucho a mis compañeros. El mesero, le decían Chiles, después me dijo:

–¿Cómo te sientes?

–Bueno, tengo que digerir la noticia.

–No te preocupes –me dijo.

  Me dio un billete de cien, me dijo que fuera por un paquete de cerveza, dijo que iba por su cuenta. Lo recibí y fui por él. La vida de repente se volvió pesada. Era como si alguna especie de peste me persiguiera. Entré a la tienda, tomé un paquete de cerveza, lo pagué y salí hacia el restaurante. No tenía muchas ganas de beber, aun así no acostumbraba rechazar una cerveza. El mejor alcohol que uno puede beber, es el de los demás.

Llegué sumergido en mis pensamientos. El tipo me miró, supongo que no quiso preguntar nada, agarró una cerveza, la abrió, la bebió y se distrajo en la computadora poniendo música horrible. Yo abrí una cerveza y nos dedicamos a beber en silencio como lo que éramos, un par de hombres destrozados por la vida. Terminamos el paquete, el tipo me pagó la semana y salí de aquel lugar para siempre.

  Caminaba rumbo al hotel como el fantasma de un hombre. Doblé la esquina y miré el club de la otra noche, recordé a aquella bella dama y seguí de largo por la calle. En el camino me detuve a mirar a la gente, nadie parecía feliz y yo me reflejaba en ellos. De repente todos mis fantasmas me atormentaban al mismo tiempo y supe que necesitaba un trago. Llegué al hotel, pagué, recogí mis cosas: un paquete de cigarros y una botella casi vacía. Antes de salir, el recepcionista me dio un pedazo de papel doblado.

–¿Qué es esto? –pregunté.

–Por la tarde una señorita vino y lo dejó para usted –me explicó aquel hombre.

–Gracias.

  Salí de aquel lugar, caminé por la calles del centro hasta encontrar alguna licorería, entré, compré una botella barata y caminé hacia la Alameda. Me senté en alguna banca. Parece un buen sitio para pasar la noche. Abrí la botella y le di el primer sorbo. El líquido calentó mi cuerpo y con ese calor vino una tranquilidad ficticia. Saqué el papel del bolsillo de mi pantalón, lo desdoblé. En él estaba escrito el nombre de Sofía, un número de teléfono y la palabra “llámame”. Le di un buen sorbo a la botella hasta sentir que su líquido quemaba mi garganta, miré de nuevo el papel. Después de todo, “ella parece ser mucha mujer para un patán como yo”, me dije en voz alta, mientas pensaba en llamarle.

Acerca de Irvin Sánchez

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