Juan Villoro y Arturo Beristain: Conferencia sobre la lluvia

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Solamente las tres últimas filas del auditorio permanecieron vacías. Quizá, llamar auditorio a la sala mayor del Colegio Nacional, sea exagerado: bastaron doscientas personas para llenarlo. No sé qué tan lejos me hallo del total real de los espectadores que se dieron cita. La cantidad antes mencionada es una aproximación que nació de vivir lo que es la logística del lugar, donde nos dejaban pasar por decenas para ocupar y llenar cada una de las filas asentadas a todo lo largo y ancho.

Minutos antes, mientras esperaba el ingreso, pude ver mi número de boleto: era el 136, lo recuerdo bien porque estuve jugueteando con esos tres dígitos gracias a las operaciones básicas de la aritmética. Empecé de manera sencilla, sumándolos y obteniendo como resultado 10, y recordé que era lunes 10 de agosto. Seguí jugando con los números, haciendo combinaciones variadas hasta que multipliqué el 6 por el 3 y resté el 1, teniendo como resultado 17, entonces encontré un rasgo asociativo entre el 10 y el 17. A continuación, me resultó fácil hallar el 24: “el 3 más el 1 por el 6…”.

Estaba convencido de que del número de mi boleto se desprendía algo maravilloso: “los días en que va a estar puesta en escena la pieza de Juan Villoro son el 10, 17, 24 y 31 de agosto del presente”. Sentí curiosidad, al tiempo que supe que todo esto podía ser definido matemáticamente como el “conjunto de las fechas para la obra Conferencia sobre la lluvia”, o el “conjunto de los lunes de agosto obsequiados a la obra Conferencia sobre la lluvia”. Obtener  el número 31, reconozco, se hizo de una manera forzada en comparación con los otros, aunque de éste se posean muchos más caminos para llegar. Nos dejaron avanzar…

Reposaba en los asientos de en medio y decidí pasar a la zona trasera en busca de una mejor vista para apreciar de manera más amplia el escenario. La segunda llamada comenzaba, y hubo el tiempo suficiente para volver a repasar el prólogo de la obra, del libro donde Juan Villoro explica los motivos por los cuales escribió la primera versión de ésta; donde también revela que se vio en la necesidad de hacerle ciertos ajustes al momento que vio la interpretación de Diego Jáuregui, el actor del monólogo de aquel entonces, en el verano del 2013. El mismo   Juan dice que “el teatro es un género literario peculiar: se escribe en un planeta y se representa en otro”.

Se anunció la tercera llamada y pronto salió al escenario Arturo Beristain con un portafolio entre las manos, del que comenzaría a sacar algunos papeles y libros con citas. Tomó asiento y revolvió las hojas del portafolio: “¡Perdí los papeles!…” estos y los libros se quedaron reposando sobre la mesa cuando el actor se puso en pie y sin fijar un objetivo especifico, se dirigió a los espectadores.

Con el transcurrir de la obra hallé una analogía a la frase de Juan: en el preámbulo que realizó Leopoldo María Panero, para una edición de Matemática Demente de Lewis Carroll, manifiesta que la traducción de una obra puede ser llevada a cabo de manera literaria, mas no literal; que la traducción es posible porque el texto original es una grieta, un cuerpo lleno de fisuras, en el cual, el traductor aprovecha esos pequeños intersticios para rellenarlos con nuevas palabras, con nuevos versos, sin que estos alteren el sentido del original. El traductor, como dice Panero, “trabaja en esa grieta del texto: pero no para agrietarlo, sino precisamente para rellenarlo, perfeccionar, terminar el texto original…”; aunque esto nunca será de manera permanente, “ya que una nueva traducción o una simple lectura, encontrará otras grietas…”.

El texto de Juan estaba siendo hablado en el mismo idioma en el que fue escrito, pero traducido a un lenguaje distinto: el teatral. Así fue como reconstruí las imágenes que tenía de la obra que previamente había leído, mientras veía a Arturo levantar un vaso, rodear una mesa, cargar una silla para dibujar todos los escenarios que transita el personaje, el bibliotecario al cual estaba representando. Reafirmé un poquito más la idea de que la precisión de las palabras no está en los diferentes significados que puedan tener; se consigue en las imágenes que nacen de ellas. Era como volver a juntar los fragmentos de un espejo fracturado, rellenando cada espacio, cada hendidura existente para mejorar el reflejo de las figuras que en él pueden existir, quedando limpio, ajeno a las cicatrices de las ideas difusas de la primera lectura.

El bibliotecario ha estado hablando de la relación que existe entre la lluvia y la poesía amorosa. Ha ocupado citas de diversos poetas “que con sus versos han cambiado el clima”. Deja ver que, si bien él ha pasado demasiado tiempo ordenando libros en una biblioteca, estos han desordenado su vida. Perdió los papeles para la conferencia y desde entonces improvisa y la ha convertido en una confesión. Los libros, asume, fueron parte importante para el fracaso de una de sus relaciones, pues “Soledad era alérgica a los ácaros, y los libros producen ácaros…”.   Nos avisa que ciertos encuentros nos preparan para otros encuentros. Se recarga contra la silla y habla de manera prolongada acerca de Laura; el discurso oscila entre la efusividad y la tristeza, no se detiene en ningún estado de ánimo que pudiera estar a la mitad.

En una de las tantas entrevistas que ha ofrecido Villoro, le escuché responder: “Creo que la cultura se debe hacer así: con más imaginación que presupuesto”. Supongo que Arturo lo entiende de la misma forma: convierte la silla en la que se ha sentado, en un medio de transporte, levantándola del respaldo y rodeando la mesa, atravesando avenidas, calles, hasta llegar a su destino para estacionarla: “Me costó trabajo seguirla en taxi”. Después se agacha, pone los ojos al ras de la de la superficie de la mesa: “…baje del taxi y la seguí a lo lejos (…) Se sentó en una banca bajó un árbol frondoso y sacó un libro”. Había colocado el vaso de agua por encima de su cabeza, a una distancia tan larga como la longitud de su brazo para convertirlo en árbol, para conseguir la sombra que arropaba a Laura en su lectura.

Comprendí que el teatro es mágico: al bibliotecario sólo le bastaba tener una mesa, una silla, un vaso y su voz para dibujar paisajes enteros, escenografías completas para contarnos una realidad alterna. En un ejercicio de memoria, recuerdo ambas situaciones, una ligada a la otra, indivisibles. Lo veo a él cargando la silla y al mismo tiempo a bordo de un taxi, lo veo levantando un vaso de agua, de cuclillas sobre el suelo, acariciando el borde de la mesa y llega la pintura de un jardín de generosas proporciones, donde Laura yace bajo la sombra de un árbol y él se esconde detrás del tallo de otro para poder obsérvala.

Desde la pasividad de las últimas tres filas, con la oscuridad apenas dispersándose por la luz del escenario,  se contemplan mejor los movimientos del actor, todo se siente mejor, tan real. Escucho la lluvia caer; es el audio de la sala. ¡No! Seguro son las lágrimas del bibliotecario al descubrir la otra felicidad de su amada, o las de los espectadores que se conmueven con la situación, o quizá sean las mías. La lluvia está mojándome las manos…

Acerca de Alejandro "Chino" Velasquez

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