La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares

En esta historia fantástica el autor desarrolla
la idea de la supresión del tiempo y el espacio
en una desesperada carrera del protagonista
por huir de todos los acosos del mundo moderno

La desmedida fascinación por las imágenes,
entre los temas de la novela

literatura

Hallar y perder son dos refugios para la desesperación humana. Encontramos alivio en lo que implica el verso de Antonio Machado, “Todo pasa y todo queda”, porque contamos con esa sutiliza de todo que termina por estallar “como pompas de jabón”; que vendrá el mar a borrar todas las huellas, y ese es nuestro bálsamo.

En busca del sosiego de desaparecer llega el protagonista de la célebre novela de Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel, editada por el Programa Salas de Lectura de la Secretaría de Cultura.
Un hombre sin nombre, que huye de una injusta condena a prisión perpetua por un delito que no conoce el lector, asume la condición de forajido que le obliga a apartarse de la sociedad. Aconsejado por un vendedor de alfombras de Calcuta,   llega a una isla abandonada que carga con el estigma de una misteriosa enfermedad o peste por lo cual está deshabitada.

“La isla donde nadie vive, donde la obsesión vuelve y vuelve sobre sí misma sin salida, es el sitio del alma”, escribe Roberto Calasso en  Las bodas de Cadmo y Harmonía, al poco tiempo de llegar el protagonista siente en el aislamiento la amenaza de la pérdida de su humanidad, en la obsesión, la de su cordura y como el lenguaje ata ambas, comienza a escribir un diario en el que vida, representación y ficción se revelan como lo mismo.

Largamente perseguida por el mito y la literatura, la isla para Jung simboliza una de las regiones de peligro donde puede encontrarse aquella recompensa difícil de obtener, ya sea un tesoro, la poción de la eterna juventud o la victoria sobre la muerte.
Mas la isla no puede ser un hogar, se lo advierte el vendedor cuando le dice que en ese lugar no se vive, pero el mundo “con su perfeccionamiento de las policías, de los documentos, del periodismo, de la radiotelefonía, es un infierno unánime para los perseguidos”, anota el protagonista  cuando ocurren sucesivamente dos eventos que para él dan fin a la posibilidad de su evasión: el verano se adelantó y en el fonógrafo comenzó a sonar música. La existencia del aparato tiene una explicación, hacia 1924 gente blanca construyó un museo, una capilla y una piscina.

Hasta ese momento el fugitivo había estado habitando el museo, pero asustado por la presencia de alguien huye a los bajos de la isla donde su existencia será aún más precaria.
Los gritos y la gente bailando lo despiertan en la madrugada, intenta racionalizar esa posibilidad asumiendo que seguramente la obligada ingesta de raíces, debe estar provocándole alucinaciones.

Sintiéndose verdaderamente enfermo se aventura una noche de nuevo al museo que alberga un amplio comedor, biblioteca, habitaciones, en busca de algún remedio. Perdido en una construcción laberíntica que multiplica de manera idéntica espacios como si se tratara de salas de espejos, que “ponen a prueba el equilibrio mental”,  escucha pasos, suspiros, pero no hay nadie, salvo el mar y el ruido de los motores que generan electricidad. Si no hay nadie, cómo es posible que el museo hubiera permanecido encendido unas noches antes.

“Temí una invasión de fantasmas” apunta el prófugo, teoría que se desvanece ante la aparición de una mujer sentada en las rocas contemplando el mar y las puestas de Sol todas las tardes. La visión trae la transformación, primero surge la esperanza y también la certeza de que su destino ha dejado de estar en sus propias manos; la aparición de Faustine viene a romper la posibilidad de esa libertad en el exilio, en la separación, en ese sitio sin ley. Porque ella está ahí el protagonista comienza a anhelar ser visto, descubierto por ella, entrar en su conciencia, disputársela a ese hombre que, como irá descubriendo, cada tarde vuelve a cortejarla con los mismos movimientos, con las mismas vacilaciones, con las mismas dudas. Es como una puesta en escena, resuelve, que se repite cada función…

Entonces surge el desconcierto exacto en el protagonista y en el lector: una de las mujeres del grupo lo ve, y al mirarlo voltea la cara, la duda se desata ¿puede ser el protagonista el fantasma? Tal vez su imaginación podría estar recreando la vida en la isla cuando en realidad está solo…

La inquietud de suprimir distancias ha sido el gran ánimo de la tecnología, el telegrama, el teléfono, se cimentan sobre la idea de sentirnos menos lejos; la fotografía, el fonógrafo y el cinematógrafo por su lado descansan en la posibilidad de la repetición y la recuperación. Esas máquinas juegan con las dos dimensiones que cimentan la existencia humana: el tiempo y el espacio; lo que pasaría si se pudieran suprimir ambas sería la afirmación del eterno retorno y la posibilidad de la  inmortalidad, dos temas que Bioy Casares ha entretejido en esta novela fantástica.

La desmedida fascinación por las imágenes en que nos hemos ido sumergiendo, es sin duda el gran tema de La invención de Morel, que fija una raíz en la creencia de ciertos pueblos de que capturar la imagen de alguien significa robarle el alma. Hay un consuelo en la copia, pero ésta se encuentra incompleta si no consigue atraparlo todo, pues como apunta el personaje de Morel “congregados los sentidos, surge el alma”. Al que observa la imagen no le es suficiente la réplica de los rasgos, desea el tacto, el olor, los pensamientos, los sentimientos de un instante, ¿qué no se haría entonces por contemplar sin fin lo amado siendo en plenitud? Si se consiguiera, la interrogante se nos presentaría ¿a cuál realidad pertenece una imagen?

Adolfo Bioy Casares, Buenos Aires (1914-1999), es uno de los más destacados autores de literatura fantástica. En 1933 publicó su primer volumen de cuentos, Diecisiete disparos contra lo porvenir. Pronto se vinculó con el círculo literario de la revista Sur. La estrecha amistad con Jorge Luis Borges dio origen a una serie de obras escritas en colaboración, y firmadas con los pseudónimos de B. Suárez Lynch, H. Bustos Domecq, B. Lynch Davis y Gervasio Montenegro: Seis problemas para don Isidro Parodi, Dos fantasías memorables, Un modelo para la muerte, Crónicas de Bustos Domecq, Nuevos cuentos de Bustos Domecq, y dos guiones cinematográficos, Los orilleros y El paraíso de los creyentes.

En 1940 publicó La invención de Morel, su obra más famosa y un clásico de la literatura contemporánea, con la que obtuvo  el Primer Premio Municipal. En 1970 recibió el Premio Nacional de Literatura, en 1975 el Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores y  en 1990  el Premio de Literatura Miguel de Cervantes en Lengua Castellana. Entre sus obras destacan entre otras: Plan de evasión, El sueño de los héroes, Dormir al Sol, La trama celeste, Historias desaforadas y El lado de la sombra.

Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel; Programa Nacional Salas de Lectura, Conaculta, México, 2014; 123 pp.

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