Feria de las Culturas Amigas

tigre

I

Mientras paseaba por los andenes del Metro, observé el letrero que daba la fecha y el lugar donde se llevaría a cabo la Feria. Recordé que desde hace tres años no había hecho presencia en el evento y que necesitaba un nuevo tema para el periódico. Le di la menor de las importancias a mi necesidad; seguí leyendo las noticias desalentadoras del fin de semana. El reportaje principal era un collage de cuerpos bañados en sangre y abatidos sobre el suelo; armas largas y oscuras como adornos alrededor de las figuras humanas; carrocerías perforadas por las balas; hechos y datos que en suma delataban la complicidad de justicieros y criminales empuñando la misma arma para apuntar a un sólo objetivo: el ciudadano común.

Los vagones abrieron sus puertas y subí; entonces avancé hasta la sección de internacionales para comprender que la desgracia es omnipresente y que ésta (muy probablemente) nunca será algo anacrónico. Cien años han pasado del holocausto armenio; una historia que no conocía hasta que me encontré con aquellas líneas. En lo que también fue una entrevista, resaltaba un nombre propio: Carlos Antamarián, en aquel momento, un personaje de ficción sacado de una revista.
Días después, la curiosidad y el trabajo terminaron por depositarme en la geografía extraña de la Feria, donde el mundo estaba dividido en tres continentes, en tres extensiones largas y angostas de suelo; la posición en conjunto de éstas, se asemejaba a las aspas de un molino de viento; si hubiera podido verlas desde arriba, la última oración sería irrefutable. África y América Latina compartían territorio; Lejano y Medio Oriente dispuestos en otro; el último de ellos fue ocupado por Europa. Ahí estaba Johannes como encargado del Pabellón Armenio. Lo abordé con un par de argumentos que conseguí viendo una película llamada Xenia. Tuvimos algunas conversaciones. En la primera de ellas, me dio un breve prólogo de sus raíces. Con el transcurrir de las pláticas, el hombre hecho de palabras se materializó para nosotros dos, y sucedió el encuentro fugaz.
–Entonces… ¿Tú eres el antropólogo del reportaje?
–Sí, soy yo.

Carlos comenzó a desinhibirse y a impartir una cátedra de historia que rozaba el comentario doctoral. Johannes se apartó y nosotros caminamos de manera paralela al muro de los lagos, de los templos, de los paisajes armenios, donde cada paso se mezclaba con alguna imagen para convertirse en una inyección de conocimientos llenos de nombres indescifrables e impronunciables —mas no indecibles— para mí. La pasión lo desbordaba. Las historias y las anécdotas que compartía me avisaban de su lealtad hacia un compromiso adquirido incluso antes de su nacimiento. Ante él, traté de hacer válido mi argumento con cierta denostación hacia el restaurante europeo de naciones que vino a este evento. Él me explicaba que el primer encuentro, la primera de las formas en que uno puede conocer una nueva cultura “es por medio de la comida”; yo dije que también es un gran negocio, al menos en este contexto.

Escribí su nombre sobre una hoja y él hizo un arreglo a mi ortografía: le agregó la tilde. Carlos abrió la puerta hacia el terreno de la especulación, al cual, decidí entrar.
–¿Eres mexicano de nacimiento?
–Sí…
No me corresponde narrar su historia, lo único que puedo contar es que su apellido en algún momento se castellanizó. Forcé la continuidad de la plática intentando hallar analogías que quizá no existan entre México y Armenia. Cuando comenzó a hablar de las diferencias que hay entre un politicidio y un genocidio, lo abandoné mentalmente; entonces, me situé en los días anteriores a este encuentro y en los posteriores, también.

II

Estoy buscando a Roque Dalton. Llego al Pulgarcito, pero no está. Le digo a la muchacha de gesto dulce y voz suave que no alcanzo a comprender la ausencia del poeta; ella me responde de manera quedita y apurada que hace un año vino; sin embargo, “su legado, en esta ocasión se quedó en El Salvador”. La indiferencia es poca e involuntaria; entendible cuando tienes a una clientela que espera ser atendida con inmediatez.

Salgo de El Salvador, camino cinco pasos y me encuentro con Pedro, que yace parado frente al pabellón ecuatoriano. Pedro, muchacho con la noche en la piel y tan alegre como el “amigo negro José”, explica la teoría de la otredad; el flujo de gente se detiene y lo interrumpe para tomarse una foto con él. Termino siendo el fotógrafo oficial para que ningún integrante de la familia tenga que ser excluido del recuerdo. Después de varias fotos, procede con la explicación.
–Como te decía, mi hermano, uno no es consciente de sí mismo hasta que el otro sabe que existes.
Ahora sé que sus padres son ecuatorianos y él, mexicano. Cumple con su cuota de fotos entre cada tema que estamos desarrollando y hablamos de música, en su mayoría grupos de son jarocho expuestos por él. Le pregunto por los ritmos típicos de Ecuador; suelta algunas sugerencias y se toma un par fotos más. Llegados a este punto, le digo que la canción Mi noche triste, de Carlos Gardel, tiene algo de ecuatoriano en alguno de sus versos.
–“Percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida…”. La palabra “percanta” viene del lunfardo argentino y significa “mujer”; la palabra “amurar” viajó desde Sudán hasta Ecuador, y significa “abandonar”.
Si la gente se mueve, la palabra se desplaza con ella, concluimos. Me pregunta por qué estoy aquí (se toma una foto), le hago saber el motivo de mi presencia en esta Feria.
–Vine a buscar a Roque Dalton.

Me desea suerte y se despide. Repaso el tango uruguayo en mi cabeza y con ese sentimiento arribo a la Republica Oriental del Uruguay.

Desde hace unos instantes conozco a Lucía. Ella le pide a José Luis que sea su traductor para que yo termine de entender qué y cómo son las alpargatas de verdad. José Luis lleva un tiempo viviendo acá, ésa es la razón por la cual tiene más apego a nuestra manera de hablar y de nombrar a las cosas. Lo saludo, estrecha mi mano y me recibe con una sonrisa.

Después de dos demostraciones que no fructifican, se aparta para atender otros asuntos y yo descanso mis ojos en la mirada ámbar y profunda de ella.
Lucía comienza con su disertación. Pongo toda la atención que tengo a las zapatillas de aire que está forjando para mí.
–Una capa de tela, cocida a una suela de hilo (hecha de espirales o círculos, me avisa su dedo).
Ella hace gestos con sus manos tan brillantes como el cobre; yo persigo cada uno de ellos, esperando que deje de hacerlos para poderla ver a los ojos. Sale detrás del mostrador donde se exhiben las materas y los muñequitos de madera. Comienza de nuevo, ahora ocupa sus pies para terminar de responderme “así son las alpargatas.”
Después de recibir la respuesta, hubo un silencio que no pude llenar. Me extravié, me inhibí.

III

Regresé en el preciso instante en que Carlos hablaba del desplazamiento humano. Caminábamos por las calles del centro de la ciudad, cuando le dije:
–¿Conoces a Roque Dalton?
–No.
–Hay un poema muy bello llamado Acta.

Sin más que decir, recité incompleto y de manera salteada los versos del poema: “En nombre de quienes lavan ropa ajena (y expulsan de la blancura la mugre ajena)/ En nombre de quienes cuidan hijos ajenos (y venden su fuerza de trabajo en forma de amor maternal y humillaciones)/ En nombre de quienes comen mendrugos ajenos (y aún los mastican con sentimiento de ladrón)/ En nombre de quienes viven en un país ajeno (…y por eso está allí la policía y la guardia cuidándolos contra nosotros…).
–Vaya que era un poeta —dijo Carlos, con semblante melancólico.
Me despedí de él en cualquier esquina. Comenzaba a llover. Esperaba a que el semáforo cambiara de color cuando alguien se me acercó y dijo:
–¡Hey, amigo! ¿Dónde está la Calle Uruguay?
–Cuatro cuadras desde aquí, si no, es la que sigue.

El semáforo dio el “siga”, crucé la calle y caminé hasta preguntarme: ¿dónde queda el Uruguay para mí? Volví a pensar en ella, mostrándoseme de frente.

Acerca de Alejandro "Chino" Velasquez

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