Amar o morir VIII Amanda

  ienso que por mí han pasado cien vidas. Mi experiencia, quizá sirva a otras mujeres.

Nací en una familia tradicional de Tlalpan en la Ciudad de México. Abuelos, tíos, primos. Casi todo el barrio era de la familia.  Desde niña establecí una especie de imperio como única mujer entre cuarenta y siete primos varones. Era la princesa. Ejemplo de la familia, solo dieces en a escuela, obediente, tranquila, tocaba piano. Representaba al grupo. Yo elegía dónde ir de vacaciones, también los juegos y el papel a jugar en ellos.

 

Tuve un hermano un año menor, inteligente, buen deportista, pero lo opuesto a mi. Hacía cosas tremendas. Llegó a quemar el garaje de un tío por diversión. Lo expulsaron de nueve escuelas en primaria.

 

Como princesa, los hombres me concedían todo lo que pedía, mis primos, mi tío, mi papá, quien también era consentidor con mi mamá en casi todo. Pensaba que todos los hombres eran así. Era gran ventaja, ser mujer. Nunca vi discutir a mis padres.

 

Él, siendo Economista, trabajaba como financiero en México. Varios 15 de septiembre los pasamos en el Palacio Nacional. Sin carencias, todo correcto en apariencia. No me daba cuenta de otras realidades. No sabía que había gente pobre o mala, creía que todos los niños viajaban cada año a Disneylandia. Cuando a los 16 años me di cuenta de que hay gente que no tiene piso en su casa, pensé que algún día tendría que sufrir, para estar igual, lloré mucho. No entendía tanta diferencia.

 

Mi mamá se creía tonta. Me enteré tarde porqué. Decía -No me gusta leer-. Se come las palabras o las voltea. No quería escribir notas, evitaba expresarse. Nunca se habló del asunto. Compensaba su discapacidad siendo excelente cocinera y perfecta anfitriona para ser valorada. Distante de todos, siempre estaba ahí, pero solo como guardia de seguridad. Hasta los 50 años, le diagnosticaron dislexia.

 

Siempre ocupada, preparando comida. Evadía los problemas. Si yo lloraba, ella se iba. Aprendí a tragarme los sentimientos para no molestar a los demás.

 

Fue mi padre quien me habló de anticonceptivos. A los 12 años, llegó la menstruación, asustada, pensé que me había lastimado con algo. Mi mamá no estaba. Mi papá sacó libros, me explicó. No lo hizo dramático ni penoso. -Es tu periodo. Vamos por toallas.-  Me llevó a la farmacia. Cuando llegó mi mamá -Qué bueno, ya eres una señorita- dijo,  y se fue.

 

Mis papás querían por fuerza aprendiera inglés. A los 7 años, me llevó mi mamá en avión, a California, me dijo que al regreso estaría con el piloto. Me mintió. Sin explicarme, me dejó en un summer camp a aprender inglés. Pensé que me habían abandonado o vendido. Lloraba todo el tiempo. Duró 2 meses. Al regreso vi a mi mamá en el aeropuerto. No le hablé. Ahorita estarás enojada me dijo, pero me lo vas a agradecer. El siguiente verano, fui a otro campo en Boston. Enojada, pero sí aprendí.

 

Estuve en escuela de monjas, Luego de Maristas. Iba al dispensario para pobres, me encantaba darles la ropa. Sirvo a la gente, soy importante, pensaba. No me gustaba rezar, cuestionaba porqué Cristo estaba ensangrentado. Siempre escéptica, hasta ahora.

 

Desde los 4 años estudié danza con varios maestros. Sería mi vida. Llevé los cursos preparatorios para ingresar a la Escuela Nacional de Danza. Cuando llegó el examen, el director dijo -Tienes cuerpo de bailarina exótica, no de bailarina clásica, demasiado busto, y nalgas. Renuncia a eso, métete a jazz-. Avergonzada, no entendía qué era bailarina exótica. Fue brutal, devastador.  Me sentí juzgada, fea. Me vendé el busto. Detesté mi cuerpo. Entré a jazz. Duré 4 meses. No quería eso.

 

De emperatriz, en que todo era sí, ese “no”, cambió mi vida en lo que más quería.

 

Creo por eso me casé con el patán que me casé. Tenía 20 años. Era un reto ser valorada por un ser importante.  Quería un trofeo que dijera: Sí vales, eres adecuada. Y me llevó a vivir algo perverso. Era el más guapo en la prepa. Tenía coche. Llegaba con guardaespaldas. Sobrino del entonces presidente. Altivo, soberbio, ostentaba el dinero. Los compañeros no lo querían. Yo sentía atracción y rechazo a la vez.

 

 

Siempre fui líder en los grupos. Siendo jefe de generación, los sacerdotes

me decían -Tienes que integrarlo, unir a todos-. Lo tomé como un reto. Pensé que era así por no sentirse querido. Me propuse que lo aceptaran. Puedo ser muy manipuladora. Movía a la gente, los convencía. Si van a trabajar conmigo, trabajan con él, planteaba. Él gozaba que lo tuvieran que aceptar. -Si no entro, Amanda se va conmigo-, les decía.

 

-Creo me convendría que fueras mi novia-, me dijo un día. –Sí, te conviene-, repuse. Así, sin romanticismos. Éramos comprometidos sociales.  Es el mejor partido, decían las amigas: poderoso y con dinero. Sentía que él no me amaba. Me iba a usar. Yo también. Podría ayudar a otros a través de él. Imaginaba dirigir el DIF y cambiar la vida de niños pobres. Me compensaba no haber logrado reconocimiento, aplauso como bailarina. El sacrificio, valdría la pena.

 

A los seis meses, nos casamos. Pensé que sería un matrimonio regular. No tenía una fantasía, solo que él haría lo que yo quisiera. Como mi papá y mis tíos. Luna de miel en Puerto Rico. Un beso como tal, no hubo. Si acaso dos relaciones sexuales. Yo no sentía nada relevante. Me bajó los calzones como de uso, de bacinica. Frío, lejano, lo hacía como por cumplir un protocolo que no le interesaba. Mi cuerpo era de bailarina. En traje de baño, me decían: Paras las olas.

 

Pensé -Será gay?- No me atreví a preguntarle.

 

Al regresar de la luna de miel me dio un empellón. El vaso que tenía en la mano, salió volando. Recibí una cachetada. Desconcertada, respondí -¿Estas bromeando?-

 

-Eres una pendeja-, me espetó. -Ni tan bonita, ni tan buena, ni vales tanto como te crees. Harás solo lo que te ordene. Para eso me casé contigo-.

 

Oí en mi cabeza un ¡Puah!. Dejé de respirar, como si me ahogara. Vino a mi mente el director de la escuela de danza. Me dejó encerrada en el departamento. No podía hablar con nadie. Me quería como una muñeca  para envolver a sus contrincantes o sus socios. Me negué, era prostituirme. Inventó que íbamos de viaje y no regresaríamos por un tiempo. Mi familia lo creyó. Vaciaron el departamento dejando un colchón. Quemaron toda mi ropa. Pintaron las paredes de rosa, color que sabía yo detestaba.  Trajeron cuatro pants rosas. Traté de imponerme pero yo me iba apagando y él engrandeciéndose.

 

Dormía mucho, sólo comía un lata de atún y un vaso de agua que enviaba con guaruras.

 

Descubrí que no comer, merma también la mente. Como si me fueran descuartizando. No quería dejar de vivir, pero anulé sentir.

 

Trepada como gato en un rincón sobre un closet, permanecía por horas.

 

Desde mi escondite, oía que abrían la puerta, veía los cuadros del parquet, unas manos masculinas, la lata de atún, el agua y mi desesperación de comérmelo como fuera, con los dedos, lamiendo la lata.

 

 

No abusaba sexualmente de mi, buscaba destruirme, manejarme. Al llegar, me preguntaba si era suficiente para obedecer. Yo decía -No-, o me quedaba callada. La puerta se volvía a cerrar. Quedaba en una neblina lechosa, perdiendo hasta los pensamientos para evadir el miedo. No había espejos. Mejor. Después de un mes me vi en uno. Me había avejentado diez años.

 

Así once meses. Llegué a pesar treinta y siete kilos. Había una ventanita de ventilación hacia la azotea. Vi que podía caber. Oía una voz lejana -Salte de aquí-. -No, decía, me van a regañar-, y me alejaba. Un día lo intenté, con algunas heridas, lo logré. Un tubo de drenaje y otro de gas bajaban hasta el estacionamiento. Una puerta sangoloteaba. Oí voces. Dije, -Son los guaruras-. Me lancé. En el descenso, perdí los zapatos. Lastimada, llegué al piso del estacionamiento. Estaba abierto. Descalza, corrí por la calle. Paré un taxi. -Lléveme. No tengo un peso, pero estoy huyendo-, le dije. -Tengo que ir al aeropuerto-. Me llevó sin preguntar. La gente me miraba con lástima o susto. Llegué a la sala VIP de Aeroméxico. Muchos años me habían atendido para viajar. Sabía la clave. Las azafatas consternadas por lo mal que me veían. Dije -Necesito ir a San Diego o a Tijuana. -¿Tienes pasaporte?-, -No-, -Entonces a Tijuana-.

 

Me dieron ropa. De zapatos las chanclitas del avión. No podía comer, los aromas y sabores me daban asco. Sólo agua.

 

En Tijuana, me quedé con una tía. Le rogué no avisara a mis papás. Yo les diría luego. Buscaba fortalecerme para divorciarme. La tía era secretaria de un político. Empecé a trabajar también con él. Tenía 21 años.

 

Sí, me recuperé, pero él me obligó a regresarme. Llegó un escolta con un boleto de avión y un video en el que mi papá, secuestrado, con la cabeza tapada, preguntaba

 

-Quienes son ustedes?, Qué quieren de mi?-

 

No lo soltarían si no me regresaba. -Eres tú o tu papá-, dijeron. Entré en pánico.

 

Acepté. A las 24 horas, cuando subí al avión, lo liberaron, diciendo que ya habían pagado el precio. No supo que el precio era yo.

 

De regreso al encierro, él apareció días después. -Cumplí con liberar a tu papá, ahora, obedece-, dijo. Me sometí, bajo la amenaza de desaparecer o matar a mis padres. Nada debía decirles. Nadie me buscó. Me traían ropa, joyas, perfumes que debía usar en eventos políticos o de negocios, con una nota de con quien debía hablar, qué decir. Una maquillista y una peinadora me transformaban bajo vigilancia de sus escoltas. No me veía al espejo. No era yo. Como autómata, seguía instrucciones, siempre como esposa feliz. Al regreso, se llevaban todo. Años de no ser yo, para sobrevivir.

 

Bajo vigilancia, podía hablar con mis padres que vivían entonces en los Estados Unidos.  -Estoy bien-, les decía. No se merecían saber lo que pasaba. Y cómo mostrar que no era capaz de resolver, que no era perfecta, como me creían.

 

En un evento de premiación empresarial, en un hotel de Reforma, él muy tomado, yo bailaba con un diputado. Un compañero de mi escuela apareció. -¿Porqué no me saludas?-, dijo, -Estás muy rara-. Los guaruras vinieron a golpearlo. Sin saber qué hacer para detenerlos, me desnudé. Lo dejaron tirado. Me llevaron a mi casa. Él regresó más tarde. Tuvimos relaciones. Yo no quería, pero no puse resistencia. Como muñeca de trapo, solo pensaba, Tengo que salirme de aquí. Me embaracé.

 

Pasé el embarazo encerrada, aterrada, siempre vigilada. No quería tenerlo, menos de él.

 

Traté entonces de decirle a mi familia, pedir ayuda. Mi madre me escuchó a medias. -Tú elegiste ese camino, es parte de tu intimidad. No hables de eso con tu padre, está enfermo y le afectaría mucho-, respondió. Me sentí culpable, muy sola. Volví a callar.

 

Cuando mi hijo nació, decidí que él no viviría el encierro. Empecé a decir NO, me volví agresiva. Secuestrada, me golpeaba. Toda moreteada lo denuncié en la delegación. Dijeron que no podían hacer nada. Era mi marido. Vi cómo les daba dinero.

 

Empecé a sacar billetes de su cartera cuando dormía y a guardar documentos de sus negocios con la complicidad de un chofer, que compadecido, me sacaba copias.   Cuando reuní suficientes pruebas de sus manejos, lo enfrenté: Mira lo que tengo. Te voy a denunciar, le dije. Me sangoloteó y violentó. Me volví a embarazar.

 

Tengo copia de todo le dije, déjame ir a mi casa en Tlaxcala, o me las vas a pagar.  Me amenazó con la pistola. No sé de dónde saqué coraje. -A ver si tienes los huevos para disparar-, le dije. Tomé las llaves y me salí con mi hijo y el otro en mi panza. No hizo nada.

 

Ya en Tlaxcala, raras veces venía. Vivía tranquila con mi hijo. Entré a terapia de Gestalt. Me enviaba con guaruras treinta mil pesos mensuales. Me recordaban que todo estaría bien si me comportaba. Al nacer mi segundo hijo, vino una vez. Ya sólo me vigilaba un guardia. Tenía veintiséis años.

 

Supe que tenía un departamento donde entraban y salían mujeres. Pague una investigación. -Sé dónde vives-, le dije. -No denuncio adulterio si me das el divorcio-. Le entregué todos los papeles. Me divorcié a los veintisiete.

 

Entonces, dije la verdad a mis padres. -No puede ser. Estás inventando-, respondió mi hermano.  Al enterarse mi papá de que su secuestro se había resuelto con el mío, le dio un infarto. Se fue enfermando hasta que murió. Mi hermano me entregó las cenizas.

 

-Mira lo que lograste-, me dijo. Dolor y culpa. Herida que permanece.

 

La casa de Tlaxcala me la había regalado mi papá. Casados por bienes mancomunados, la mitad le pertenecía. Yo aparecía como accionista del 49% de las acciones de sus empresas.

 

En Tlaxcala estudié desarrollo humano de Carl Rogers y Gestalt. Luego en Veracruz, psicología corporal y desarrollo humano. Me fui con mis hijos de 5 y 3 años y medio. Daba talleres de yoga y psicología corporal.

 

Él vino. Dijo que no quería que siguiera compartiendo sus empresas. Firmaría cederle todo y no daría nada a sus hijos. Me negué. Secuestró a mis hijos. Lo demandé. No aceptaron el secuestro por ser su papá, solo las pensiones.

 

Cuando supe que los golpeaba, llegando a romperle un brazo al mayor, acepté firmar.

 

Compró a todos, Juez, Secretario de acuerdos. Se cambiaron los términos del divorcio. Renuncié a las acciones de sus empresas. En un Juzgado de lo Familiar se estableció que él daría ochocientos sesenta mil pesos y una pensión para los hijos. Yo podría vender la casa si no me daba el dinero.  Quedó abierto un  juicio de división de bienes. No indagué más.

 

Sólo dio seiscientos mil y al poco tiempo dejó de dar las pensiones.  Yo vendí la casa. Me establecí con mis hijos en Monterrey. Coordinaba cursos de yoga. Dos hombres llegaron, me esposaron de pies y manos. Me trajeron a Santa Martha, acusada de fraude por la venta de mi casa. Por no haber ratificado mi firma ni cerrar el juicio, no es válido lo que constó en el Juzgado de lo Familiar. Cuando nos carearon , apareció sonriente. Le pregunté -¿Por qué?… ¿Para qué?-

 

-Nunca te has sabido comportar-, dijo.  El escribano me susurró -Párele, es un político-. La sentencia fue de cinco años, como primo delincuente, es la pena máxima. Llevo cuatro años y siete meses. Me faltan cinco meses para compurgar.

 

Llegué aquí descalza, otra vez. Con rabia y humillación por caer de nuevo en su poder. Me volví a romper. Lloré mucho. Me preguntaba -¿Tuve yo la culpa?, ¿Qué hice?- El rosa de las paredes de la estancia me volvían al escenario de mi secuestro en el departamento. Necesité varias semanas de silencio. Evitaba hablar con las compañeras. Me pegué al yoga, la meditación. Poco a poco fue regresando el equilibrio. Aquí nadie me encierra, no me lastiman, ni me dicen cómo pensar. Me fui sintiendo libre. Regresé a la danza, aprendí danza aérea. Empecé a dar cursos de yoga. Por primera vez me relaciono con mujeres de muchos colores. Esta cárcel, no lo ha sido tanto, me ha dado muchos regalos de acompañamiento.

 

Ahora pienso que yo construí mi prisión por mi narcisismo que se encontró con un rechazo total y la culpa de si los demás sufren, ¿Porqué yo no?

 

Cuando trabajaba en Veracruz, conocí a William, británico, geólogo. Trabaja en la industria siderúrgica del Canadá. Me dijo, Quiero conquistarte. Convivimos una semana, Luego volvió por seis meses, para tratarnos. Le conté todo. Nos enamoramos.  Somos amigos, compañeros. Me da paz. Hablamos de todo. Planeamos casarnos en Costa Rica. Ya estaba todo organizado. Dos meses antes, me aprehendieron. Vino a verme. Le dije

 

-Entiendo que te irás, no es tu paquete-. Me respondió -Dije que me casaré contigo. Soy tu pareja. Estoy para respaldarte-. Y lo ha hecho. Ve a mi mamá y a mis hijos. Viene a verme, nos llamamos diario, me apoya también económicamente. Mis hijos lo admiran. Yo lo amo.

 

Me siento como el Tao, todo oscuridad de un lado y claridad total del otro.

 

Acerca de Rosamarta Fernández

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