QUÉ PEDO

QUÉ PEDO

Era mi primer día de escuela en el colegio de monjas “Anglo Español”. Y fue el último. Cursaba el tercer año de primaria. Me habían expulsado del colegio Motolinía, también de monjas, por haber golpeado a Lolita, sobrina de la directora. La golpeé porque no soporté la forma grosera, humillante en la que trataba a todas las demás, en particular a Lucy, una niña que aunque más fuerte que ella, no se defendía, solo bajaba la cabeza y lloraba. Decían que por ser pobre. Estaba becada en el colegio y temía que siendo Lolita pariente de la directora, le quitaran la beca.
Lolita lo sabía y se ensañaba haciendo alarde de su poder. Total que esa vez le puse una madriza. Lolita ni siquiera sabía pelear, trataba de arañarme, yo pegaba con los puños cerrados. Un amigo de mi mamá me enseñó. Ella terminó con un ojo morado en la enfermería y yo en la dirección de la escuela, sabiendo que me expulsarían.
Para mi sorpresa, la directora, lejos de reprenderme, me dijo: Has hecho muy bien
en ponerle un hasta aquí a mi sobrina, pero tienes que dejar la escuela. No podemos
permitir golpes entre alumnas. Tu mamá ya viene por ti. Mientras la esperaba, varias alumnas se acercaron hasta cierta distancia, despidiéndose con una sonrisa aprobatoria. Algunas en silencio, simulaban un aplauso. Me sentía con un halo de
gloria, había hecho justicia con mi propia mano, Lolita ya no podría ser la misma, Lucy estaría contenta y tenía la aprobación de mis compañeras, también de la directora.
Con recomendación de la misma directora, bajo mi promesa de no volver a pelear, mi madre logró inscribirme a medio semestre en el Colegio Anglo Español. Me
metieron al salón que me tocaba, por la puerta de atrás. La clase estaba empezada.
Por una indicación visual de la maestra, me senté en una de las últimas bancas. No
recuerdo de qué era la clase. Solo veía las cabezas de mis compañeras. Trataba de imaginar sus caras. De repente se oyó un ruido estridente, fortísimo, de algo que salió de mi vientre, un sonoro pedo. Todas las miradas, también la de la monja, voltearon hacia mi. Se creó un silencio. Atónita, no sabía qué hacer. Tontamente, buscaba hacia alrededor para disimular. Inútil. Estaba bien identificado el origen.
Iniciaron las risitas burlonas en rostros desconocidos. Paralizada, las recibía.
VERGÜENZA. La maestra dio varios reglazos a su escritorio llamando la atención y continuó la clase. Sumida en la angustia, yo ya no oí ni vi nada, solo quería desaparecer. Las dos horas siguientes con sus minutos, sus segundos interminables, fueron de tortura. Tuve aún que soportar que la maestra me presentara ante el grupo como la nueva compañera, diciendo mi nombre. Sonrisas cómplices. Muecas de asco. Odié mi nombre, odié a la monja por pronunciarlo, odié a todas las niñas por escucharlo. Odié haber nacido. Me escabullí por la puerta trasera que había entrado, corrí hasta la salida de la escuela. El portón estaba entreabierto. Una monja hablaba con alguien del exterior. Escapé sin atender sus gritos. A pesar de los ruegos, amenazas, golpes de mi madre, no volví. Perdí el año escolar. Todo por un pedo.

 

Acerca de Rosamarta Fernández

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