El privilegio de no saber qué quiero

SIGNOA

  • Gabriel Bernal Granados

Me sucede con frecuencia, no saber qué quiero. Sobre todo en esta época, en que llueve a cántaros y los días amanecen nublados. La mayoría de los proyectos más importantes del año se han llevado a cabo, y éste es un periodo en el que hay que planear lo que viene en seguida. Mi mente se queda en blanco, mirando a través de la ventana del estudio a las copas de los árboles en busca, más que de ideas, del aliento necesario para emprender el siguiente trabajo.

Un amigo de hace años, Héctor, quizás haciendo alusión en esta falta de voluntad que los filósofos de la antigüedad clásica denominaban abulia, me contó de una ocasión en que visitó la casa de su novia, Alejandra. En la sobremesa, luego de la comida a la que había sido invitado por primera vez, el padre preguntó, muy atento a las respuestas de su futuro yerno, que a qué se dedicaba. Sin pensarlo mucho, Héctor contestó a bocajarro que él era un “vagales”. “La verdad, señor, yo estudié filosofía, pero a lo que realmente me dedico es al ocio. Yo soy un vago”. El padre de Alejandra no pudo hacer otra cosa mejor que entornar las ojos y guardar silencio, y Alejandra tomó del brazo a su padre, sirviéndole de apoyo ante la posibilidad de un desvanecimiento repentino.

Héctor abandonó la mesa y la casa de la familia de su novia con plena conciencia de que nunca llegaría a ninguna parte con ella. Pero nada más cruzar el umbral de la puerta y estando a punto de emprender de nuevo el camino a casa, José Luis, el hermano menor de Alejandra, se le acercó con una visible agitación en el rostro. “Gracias, Héctor”, le dijo, con una sinceridad y un arrobo que dejó perplejo a mi amigo. “Lo que acabas de decir es lo que a mí siempre me hubiera gustado decirle a mi padre, pero nunca he tenido el valor de hacerlo.” Héctor era un filósofo, pero lo que había detrás del agradecimiento del hermano de Alejandra comportaba algo más que una mera desfachatez. Se requieren pantalones, en efecto, para declarar en frente de la autoridad que uno está dispuesto a renunciar a la demanda que nos hace la sociedad en su conjunto de ser alguien en la vida. ¿Qué te gustaría ser cuando seas grande…?, nos preguntan las señoras en el supermercado cuando somos niños y no tenemos mayor interés que jugar al yo-yo o escuchar el tañido de la campana invitándonos al patio porque las clases han terminado. Vaciar la voluntad de ambiciones y declarar, con abundancia de sencillez, que uno se hace responsable, de una vez y para siempre, de su falta de expectativa en esta vida requiere de una lucidez fuera de lo común; y de cierto coraje, el mismo que el hermano menor de Alejandra admiró y reconoció en el desplante de mi amigo Héctor.

Los filósofos del optimismo y los manuales de autoayuda pondrían el grito en el cielo; en cambio, los filósofos del Oriente, basándose en la superación del ego, aplaudirían la actitud de mi amigo frente a la incertidumbre de ser alguien en la vida. Héctor era un filósofo y un escritor de considerable talento, que se marchó de la ciudad de México para realizar estudios de posgrado en Europa. Finalmente se casó con una francesa y desapareció del horizonte de las letras en México. Abandonó sus ambiciones, literalmente, y se dedicó a hacer lo que le daba la gana. No sé a qué se dediqué Héctor para ganarse la vida, o al menos para mantenerse ocupado, pero me imaginó que se casó con una mujer rica. Y guapa, porque los vagos que gozan de la suficiente lucidez para confesarlo tienen un pegue envidiable con las chicas.

Así las cosas, no saber qué hacer o no saber qué querer en un día particular de nuestra existencia no parece tan grave. Sobre todo porque esta forma de incertidumbre podría conducirnos, en un momento dado, a encontrarnos con nosotros mismos, y a vaciar nuestra voluntad de sus impuestas ambiciones.

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