Jéssica

Desde mis primeros recuerdos, estoy acostumbrada a hacer lo que se me pega la gana. A veces, de forma increíble, sucede lo que yo quiero, otras tantas, no. Me gustaría haber tenido hermanas, medias hermanas o hermanastras. Mis padres, ambos, venían de matrimonios fracasados, sin embargo, su capacidad de procrear se limitó a un solo ser: yo. La hija de sus papis, mercadóloga, independiente, con un depa en la Del Valle.

Hace un tiempo, un poco por curiosidad y mucho por pose, empecé a leer libros de Nietzsche. Es una mamonería total, pero me impresiona el efecto que causa ir por la vida cargando un  libro de este autor. El caso es que, lo que realmente sentí haber entendido fue nada o casi nada y en ocasiones, sola, en la noche, en mi departamento, intenté esforzarme realmente con algunos de sus escritos, especialmente con Así habló Zaratustra. El efecto fue similar al de comprar el último Iphone, en realidad, como ya dije, era pura mamonería. Sin embargo, porque a veces logro conectarme con mi yo intelectual, uno de los libros de este señor alemán sí me gustó. No sé si lo comprendí o si logré captar el pensamiento de este hombre, pero La genealogía de la moral me gustó. Desconozco —debo reconocer— el porqué se constituye de tres tratados, o ensayos, o como se les quiera decir, separados entre sí pero que, en mi opinión coinciden en el aspecto moral-ético. Me interesó mucho el desarrollo de las ideas sobre “bueno”, “malo” y la “culpa”. Las dos primeras partes del libro cambiaron mi forma de ver la vida. En cambio el “ideal ascético” lo sentí muy lejano.

Alguna vez mi madre me dijo, los libros llegan a tu vida en el momento justo en el que deben llegar. Este libro de Nietzsche llegó a mi vida en un momento en donde se puso a prueba mi postura moral hacia las cosas. Aquí me es necesario aclarar: de forma auténtica, he sido a lo largo de mi vida una persona “buena”, que ha tenido que luchar consigo misma. En otras palabras, la Jessica buena, que actúa correctamente, en contra de la Jessica caprichosa y egoísta que piensa que las cosas deben suceder como ella dice. Como yo digo que deben ser, básicamente.

Como no me gusta estar sola, desde que mi relación con Román estaba en sus puntos más bajos, ya tenía vislumbrada a la persona que me gustaría para sustituirlo: Bruno, el jefe del área de creatividad —trabajo en una gran empresa de mercadotecnia, medios y redes sociales. Román es escritor y dos de sus novelas han sido publicadas—. Entonces, tres días antes de avisarle a Román mi decisión de finalizar mi relación con él, me metí en la oficina de Bruno, y sin aviso alguno me puse a platicar con él. Sucedió algo que no había presupuestado: me enamoré de él. También sucedió que él se enganchó y después de un par de horas de plática, ya habíamos diseñado planes para los próximos tres meses, tales como conciertos, comidas, exposiciones y demás. Saliendo de la oficina de Bruno, le envié un SMS a Román —esta tipo de mensaje es más impersonal comparado con un Whatsapp; no hay fotito de perfil— avisándole que iba a empezar a salir con otra persona. Esto me parece fundamental, no se puede empezar una relación sin finalizar la anterior. Me sentido ético de la corrección.     

Lo que siguió, fueron cuatro meses de total intensidad con Bruno. Total. Tanto como para lo bueno, como para lo malo. Cada vez que hicimos el amor fue igual a tocar el cielo; cada vez que discutimos fue bajar al infierno. Cada comida que preparamos juntos fue la gloria; cada ataque de soberbia y orgullo fue sufrimiento total.

Un domingo súper complicado me impidió ver a Bruno. Hablamos por la noche —teníamos la rara costumbre de hablarnos por teléfono antes de dormir— y  molestó me comunicó que se iba a un curso por cuatro días, fuera de la ciudad. Lo odié. A su regreso, tuvimos una cena que inició regular, se puso bien y terminó fatal. Le dije a Bruno que yo no seguía más, el aceptó y me llevó en su coche a mí casa. En el camino me dijo: estaba tan nervioso de que no me contestabas lo mensajes, que le pedí a un amigo checara tu última hora de conexión, para ver si coincidía con la que yo veía en mi celular. Le di tu número pero no le dije tu nombre… si te contacta no lo peles… se llama… pero, no creo, un amigo no haría algo así.

El amigo me contactó. No sé porqué lo hice, le contesté. Platicamos todos los días, varias veces por día. Somos cercanos. Si Jean Jacques me viera, me diría: rompiste el contrato social. Me siento terrible pues obviamente un amor tan intenso como el que viví con Bruno no se borra fácil. Sigue en mi cuerpo y en mi mente. Cuando me lo encuentro en la oficina —por suerte muy poco— siento una alegría inmensa de verlo y luego culpa y luego coraje y luego lo odio y luego me odio y luego me afirmo y mil cosas más. Soy especialista en meterme en problemas yo sola, en tomar malas decisiones, pero me muero con la mía: si las cosas no pasan cuando yo las quiero, ya no las quiero.

  El señor Nietzsche dice que la “culpa” viene del concepto “deuda”. Esto es, tiene culpa el que contrajo una deuda; en otras palabras, tener un acreedor te convierte en culpable. Parece que ese diseño de las definiciones se gesta en las clases con poder, entre ellas por su puesto, la iglesia. Pienso en la construcción de los conceptos éticos-morales. Le doy mil vueltas. Pero, viviendo en una ciudad de millones y millones de personas, acepto que es obtuso que yo establezca contacto con un “amigo” de mi ex pareja, el cual recibió mi número móvil en un acto de confianza de mi ex —¿cuánto tuvo que haber confiado en él, para darle el número celular de su amada?—. Está muy mal. Pero Bruno me dejó sola. Me buscó muy poco como para intentar regresar. ¿Quién le manda anda dando mi número celular? Mientras tanto seguiré fiel a mí. No le debo nada a nadie, señor Nietzsche.

     

Ciudad de México, junio de 2018.

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