NINA

  H  incada a mitad del patio de la escuela, con los brazos en cruz, a la vista de todos, como mal ejemplo, Nina se debatía entre la vergüenza y la rabia. No era la primera vez. Las monjas castigaban así su rebeldía y sus frecuentes peleas a golpes con otras niñas. Casi siempre les ganaba. No peleaba a arañazos como las demás. Con una mano las tomaba del cabello, obligándolas a agacharse y les daba con el puño cerrado de la otra en la cara. A saber donde aprendió. Esta vez el castigo obedeció a  que durante la clase de costura, alguien tiró un ligazo. El proyectil, un pedacito de cáscara de naranja, pasó muy cerca de la cabeza de Sor Paz, la maestra, de espaldas al grupo, para ir a estrellarse contra el pizarrón cerca de su cara. Imposibilitada de conocer el origen, Sor Paz exigió que dijeran quién había sido. Tras el consabido silencio, se dirigió directamente a Nina que daba el último punto de cruz a su bordado. Fuiste tú, le dijo. Sin dar tiempo a que respondiera, le dio un manotazo, desprendiendo de su cara los lentes que cayeron al suelo. Nina respondió con otro, en la cara de la monja. Sus lentes fueron a dar al piso, junto a los de Nina.

El portón de entrada se abrió. Sin pensarlo, Nina rompió su castigo. Corrió hacia a salida. La vieja monja, medio ciega, guardiana de la puerta, no pudo contenerla. Ya en libertad, asegurándose de no ser seguida, se sentó en una banca de la alameda a llorar hasta que se le bajó la rabia. Sin saber hacia dónde, vagó por las calles. Se encontró de pronto frente al edificio majestuoso de hierro que tantas veces había acogido sus idas de pinta y desatado su imaginación, su mórbida curiosidad, sus miedos, sus sonrisas. Conocía bien los vericuetos del Museo del Chopo. Fue directo a la sala del mamut. Abajo estaban sus preferidas: las pulgas vestidas. Se veían a través de una gran lupa con sus vestidos de colores, sus sombreritos, sus trajes de charro. Parecían listas para iniciar un baile. Le sacaron la sonrisa. Se aventuró luego a la zona del miedo. Ahí estaban la momias que parecían, acusatorias, verla desde un lugar lejano. Temerosa, desvió la mirada hacia lo que más le intrigaba, un feto que parecía flotar en un líquido amarillento dentro de un recipiente cerrado. Sin saber porqué, se sintió identificada con ese ser atrapado, suspendido en la nada, sin poder nacer.

Pronto serían las doce. Regresó a la salida del colegio a esperar a su hermana Amanda, un año mayor, para juntas, regresar a casa. Su mayor fantasía era ser como ella, sentirse la más inteligente, la más bonita, la que todos escuchan y siguen en los juegos, la que saca dieces y es felicitada por los maestros. Así era Amanda. Nina en cambio, siempre sola, comiendo su torta aislada bajo un árbol en los recreos, cuando no pasaba estos castigada en la covacha del terror, una bodega donde había ratas. Las primeras veces, desesperada, golpeaba la puerta, gritando que la sacaran de ahí. Cuando notó que las dos o tres ratas que había, más que agredirla, la temían, acabó por darles mendrugos de su torta y hacerlas sus confidentes. Odiaba la escuela, a las monjas, a las niñas que la rehuían, también la biología, la química, las matemáticas de las que nada entendía.

Con un nudo en el estómago esperó la llegada de Liza, su madre, temiendo el castigo que vendría. Con ella, su relación basculaba entre la fascinación y el miedo. Le parecía bella, bellísima. Se quedaba arrobada por horas, rosando con los dedos los frascos coloridos de perfumes y maquillaje sobre su tocador. Cerrando los ojos, hundía su nariz a escondidas en las pieles de zorro que emanaban su perfume favorito, el “Arpege”, impregnando todo el ropero, también sus blusas de seda, sus vestidos elegantes, su ropa íntima de encajes. El ropero y su recámara permanecían bajo llave cuando salía a trabajar, pero seguido, mientras se bañaba, quedaban abiertos. Luego la dejaba observarla en su ritual meticuloso de maquillaje. Liza, madre soltera, trabajaba como secretaria de un abogado de políticos y artistas. Tenía un horario de 9 de la mañana a 6 de la tarde, con escaso tiempo para comer, lo que no le permitía hacerlo en casa. Una empleada doméstica atendía a las niñas. Llegaba exhausta, malhumorada. Nunca participó en sus tareas o actividades escolares. Fácilmente se irritaba. Si las niñas hacían demasiado ruido al jugar, peleaban o la despertaban, o la desobedecían, las tundía a cachetadas o usaba el tacón de sus zapatos. Le desesperaba que Nina no llorara o tratara de escapar como Amanda cuando le pegaba. Solo la miraba a los ojos sin moverse. Liza sentía que se burlaba y le daba más duro, sin lograr una lágrima. La verdad es que Nina iba a esconderse luego a llorar en silencio. Por las noches, durante sus oraciones, pedía a la Virgen que se llevara a una de las dos, su madre o ella.

Para su sorpresa, esta vez, no hubo castigo, Liza solo se lamentó de tener que perder tiempo yendo con ella al día siguiente a la escuela a pedir nuevamente a la directora que la perdonara. Cada vez argumentaba que Nina estaba arrepentida y había prometido no volverlo a hacer. Nina nunca entendió porqué la aceptaban, tampoco como pudo terminar la primaria y luego la secundaria, aunque con seises y sietes, a no ser por la colegiatura que se pagaba. Sus calificaciones siempre eran comparadas por su madre con los nueves y dieces de su hermana, también la buena conducta, llegando a decirle – ya quisieras ser la mugre de la uña del dedo chiquito de Amanda.- Lo cual repetía con cierta frecuencia cuando Amanda no estaba presente. Y Nina se lo creía. Se sabía tonta, fea, incapaz; una nada comparada con su hermana. Calaba sobre la herida que su madre se lo reafirmara. La rabia y frustración se enconaban. Necesitaba golpearse o golpear a alguien… A quien? Cuando ya no aguantaba, salía a la calle a buscar. A la primera niña que cruzaba, aún mayor, le soltaba un –¿Qué me ves estúpida?- y ante el asombro de la otra, se liaba a golpes. Así recibía y daba.

Uno de sus pocos placeres, que calmaba la ansiedad, era leer comics. Tenía un trato con el vendedor de revistas. Por cincuenta centavos, podía leer todos los que quisiera los domingos, debiendo para ello ahorrar diez centavos diarios de los veinte que su mamá le daba para gastar. Sentada en la banqueta, se embarcaba con La pequeña Lulú, la familia Burrón, Memín pinguín, La zorra y el cuervo. Evitaba a los Donald. Le angustiaba que los patitos, Hugo, Paco y Luis, no tuvieran mamá. A los doce, se aventuró a leer un libro sin monitos, sustraído a hurtadillas del librero que su madre cerraba con llave. Era enorme, María Antonieta de Stefan Sweig. Se volvió adicta. Fue olvidando los muñequitos. Esperaba ansiosa que llegara la noche para sumergirse en otras realidades, otras historias. Encerrada en su cuarto –su hermana dormía en la recámara de su madre-, leía hasta avanzada la noche, lo que abonaba a su distracción e ineficiencia en la escuela. Sin ningún orden o guía, leyó durante dos años, casi todas las novelas del librero.

Antes de cumplir los quince, Nina ingresó a la Prepa mixta de la Universidad. Liza tuvo el acierto de inscribirla en un plantel distinto al de Amanda. A las pocas semanas de ingresar, un muchacho lanzó a los pies de Nina un rollito de papel envuelto con un listón y una tarjetita en la que estaba escrito su nombre. Era un poema dedicado a ella. En su salón, ante su asombro, la eligieron como candidata a reina de la simpatía. No daba crédito. Cualquiera de las otras chicas era más bonita. Por primera vez, ya sin el referente de su hermana, estudió buscando el placer de saber más, no solo para pasar un examen. Lo más importante fue su encuentro con la literatura, la lógica, las etimologías greco-latinas, el teatro. No así con las llamadas ciencias exactas, con las que nunca pudo reconciliarse. Con todo, el mayor descubrimiento fue el de su propia inteligencia. Empezó a tener notas más altas que su hermana. Platicando con esta, supo que su madre, en varias ocasiones, cuando Nina no estaba presente, decía a Amanda –Serás muy lista, pero no eres ni la mugre de la uña del dedo meñique de tu hermana-.

Acerca de Rosamarta Fernández

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