Pancho y sus mujeres

pancho
Luis Granda

El ambiente se calienta. Hay gente dentro y fuera de la vivienda; beben café con tequila. Las mujeres chismean simulando gravedad, pero se les escapan las miradas y las risitas burlonas hacia el muerto. En vida fue generoso. Sin distingo de edades ni gorduras, la que menos, conservaba del difunto el recuerdo de una mirada lasciva, directa a los ojos, mientras acariciaba de manera furtiva la mano que recibía una carta o un paquete.

Don Pancho está tendido sobre la cama, con su uniforme de cartero, tiene algodones en la nariz; una venda le detiene la quijada. Cuatro cirios rodean la cama entre cubetas de flores que los vecinos han ido trayendo. Lupe, la amasia de Pancho desde hace un año, afectada, llorosa, recibe las condolencias.

Llega Severina, la rezandera. Con un gesto pregunta a Lupe si puede iniciar el rezo, Lupe asiente. Severina enciende los cirios. Se corre el murmullo; los vecinos se van hincando.

Apenas iniciado el Rosario, llega Rosa, la esposa del difunto, cargando un chiquillo de dos años y jalando a otra de cinco. Todos la conocen. El rezo se detiene; algunos se ponen de pie, temiendo lo que saben se aproxima.

Rosa, desafiante, llega hasta los pies del difunto y a gritos suelta:
–¡Así lo quería encontrar, desgraciado! –aunque se le quiebra la voz, continúa–, ¡a ver si ahora tiene los güevos pa’pegarnos a mí y a sus hijos!
Lupe, hincada, no halla qué hacer. Se levanta y se pone a un ladito, como si quisiera desaparecer.

La chiquita de cinco años, al ver a su padre, empieza a llorar, desconsolada. Rosa le da un jalón mientras le dice:
–No le llore m’hija, este infeliz bien que los abandonó a usté y a su hermano por irse con una arrastrada –señalando con la mirada a Lupe.

Lupe balbucea una respuesta, pero Severina la detiene con un gesto, luego se dirige a Rosa:
–Rosita, por favor, cálmese. Hágalo por respeto. ¿Qué va a decir la gente?

Pero en vez de calmarse, Rosa explota:
–¿La gente!… ¿Y qué dijo esta gente cuando Pancho les quitó el pan de la boca a mis hijos pa’irse a revolcar con la piruja esa? ¿A mí de dónde me va a importar esta gente!

Lupe reacciona titubeante:
–¡Oiga, ya estuvo suave!

Rosa hace como si apenas la descubriera:
–¿Tú qué haces aquí, basura? ¡Nada tienes que hacer aquí, oíste! ¡Lárgate! Ésta es mi casa.

Lupe, con varios días sin dormir, malcomida, desbordada, tiembla. En un arranque se abraza a las piernas del difunto, llorando. Rosa la jalonea de tal forma que por nadita mandan el fiambre de don Pancho al suelo, y le dice:
–¡Quítate de ahí, que éste, así de muerto, sigue siendo mi marido, el padre de estos babosos… y tú, sigues siendo una güila aprovechada!

Los asistentes empiezan a comentar, tomando partido por una u otra.
Lupe saca fuerzas a saber de dónde y dice:
–Pues ésta… como usted me llame, fue quien cuidó a Pancho toditita su enfermedad. Aquí hay testigos –varios asienten; ella, animada, continúa–, yo limpié los vómitos, las bilis de los corajes entripados que usté le hacía pasar. ¿Cuándo se paró por aquí mientras él estuvo tumbado en la cama?… Nomás dejó él de recibir un sueldo, usté desapareció. Yo lavé ropa ajena para pagar los análisis, la medicina. ¡No me venga ahora como la bendita esposa abnegada!
–¡Perra infeliz! –responde Rosa, mientras se le abalanza agarrándola de los cabellos.

Lupe se defiende, pero Rosa es más brava; la obliga a hincarse y, así, le dice:
–Todavía lo defiende, ¿no? Pos vea nomás el error que cometió disque cuidándolo; pa’que lo sepa, la semana pasada Pancho me mandó un recado, donde precisa que nomás se aliviara, quería volver conmigo, con sus hijos. Que usté era puro pasatiempo y la iba a correr de mi casa… –¡Porque ésta es mi casa!–… para verme regresar como reina.

Lupe logra zafarse y se pone de pie.
–¡Embustera! Es muy fácil inventar sus historias cuando Pancho no puede aclarar nada. ¡Brincos diera! –le dice.
Rosa saca del bolsillo de su delantal una hoja de papel doblada:
–Léalo.

Conforme lee, Lupe va abriendo tremendos ojotes. Al parecer, sí reconoce la letra de Pancho, porque coge al muertito por la corbata y, zarandeándolo, balbucea en medio del llanto:
–¡Traicionero! ¡Malagradecido! ¡Hijo de tu remadre…!

Rosa, de un jalón, la quita de ahí aventándola hacia el otro lado.
–¡Ora, que pa’insultarlo nomás yo! Y váyaseme pelando, ya no tiene nada que hacer aquí.

Luego enfrenta a los pocos asistentes que aún permanecen:
–También ustedes, bola de gorrones, solapadores, mejor se pintan de aquí. Esto es un velorio privado.

Lupe berrea de impotencia, Severina la abraza, llevándola hacia afuera. Los demás salen, comentando con enojo, unos, riendo divertidos, otros.
Ya a solas con el difunto, Rosa deja brotar el llanto, abraza a sus hijos y acercándolos al muerto les dice:
–Despídanse de su padre, hijos.

Con ternura besa la frente rígida de su marido mientras murmura:
–¿Ya ves Pancho, lo que provocas?

Acerca de Rosamarta Fernández

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