El calaca

(Una historcalacaia que se olvidó)

Saturnino se llamaba, Saturnino le decían y, como su nombre, daba siempre la impresión de vivir en la inmensidad del limbo. Algunos lo tachaban de tarado, otros, de ser alguien de profundos pensamientos, pero sólo él sabía por qué iba por la vida con esa actitud. Nadie lo ubicaba con exactitud. Ni cuándo llegó, ni de dónde era. Todo lo que se rumoró cuando se fue: “era bueno, pero raro”.

Lo conocí una mañana. Estaba en la Plaza de las Armas boleándome los zapatos. Casi sin percibirlo, tuve esa sensación –que nadie puede explicar– de sentir una mirada.   Nos encontramos con la vista un segundo, un eterno segundo que se transformó en una emoción. Estaba más que sucio, se veía más que resentido. Esa mirada pedía algo más que unas monedas. Lo llamé. Al acercarse, percibí su peculiar olor. No mal olor, sino el olor de la carencia, el abandono, la soledad. Ese olor que no da asco, sino un sentimiento de miedo, de angustia y soledad. Ese miedo en el que todos los días corremos “luchando por la vida”, “correteando la chuleta” o haciendo como que hacemos, para no lograr nada. Ese miedo a la realidad de algunos que nos provoca pesadillas y hasta divorcios. El miedo a no tener ni madres…
Supe que se llamaba Saturnino el último día que lo vi. Todo el tiempo fue “mi cuate del parque”, “mi carnal”; nunca olvidaré su apasionante historia, escuchada casi con morboso deleite, permitiendo que mis más profundas fantasías, ésas que nadie se da permiso de aceptar que tiene, se dieran vuelo.

“¿Que quién soy?, pus El Calaca, mi buen, y ando por todos lados, rolando pa’sacar lana pa’l toque o pa’l taco. Tú sabes, en esta vida hay que chingarse. Yo, como toda la bola de culeros de por acá, caemos así nomás, y de pronto, pos piratas a otro barco. Yo he rolado por muchas partes, aunque todavía no conozco el mar, pero pronto, ya verás…”.
Nunca hicimos cita. Siempre fue como él decía, “al topón”. De mañana por La Central, en la tarde por la Plaza o por el Libramiento, “eso sí, lejos de Tránsito, porque allí está caliente, tú sabes, la tira…”, siempre como un duende, como un espectro que aparece y se esfuma sin razón. Ausencias de semanas. Pero algo hizo que “se me apareciera” en los lugares menos esperados. Un día, dentro de mi torbellino de la vida, me dio por contarle de mí. Nunca le pregunté nada. Todo lo que supe fue lo que él me quiso decir, y muchos años después entendí que me había contado su vida entera, sin reservas y a su modo. Ahora creo que fue mi miedo a su realidad lo que impidió que en ese entonces entendiera la sabiduría de sus pensamientos.
Saturnino nació en Zacatecas, en un “pinche pueblo lleno de hambre”. Su familia era numerosa; él era el sexto de catorce hermanos.

Nació perdido. Sus padres nunca se percataron de que existía, ni siquiera cuando se fue. Su madre notó su ausencia a los dos meses y mostró alivio de no tenerlo, porque eso significaba una boca menos que alimentar. Su padre ni siquiera recordaba cómo se llamaba. “Andaba todo el día hasta su madre”, alcoholizado y deprimido, lleno de frustración convertida en violencia. Saturnino sólo recibió golpes de vara de guayabo y un “no ‘stes chingando” de sus padres.

Se fue a Jerez con veinte pesos que le robó a su padre un día que lo mandaron a recogerlo a una calle porque estaba tirado, “todo cagado”, ahogado en alcohol. Aquí comienza su historia. En Jerez vivió durante un tiempo, ahí conoció a su primera “banda” y su primera dosis. El despertar a la sensación de alivio de los químicos produjo en él la maravillosa sensación de dejar de sentir. Dejar de sentir dolor, abandono y eso que él llamaba “el gacho frío de adentro”. Nunca percibió que con esa compañía fantasmal iba a perder la poca conciencia que le quedaba, pero que no le servía sino para recalcarle que era un desarraigado al que nadie quería ni recordaba. Empezaba a ser una sombra con cuerpo.
Empezaba a ser un resentido, y comenzó a arrebatar lo que se le negó. Robó bolsas, carteras, maletas en la estación, espejos y radios, y lo que más le gustaba: robarle la tranquilidad a la gente. Tranquilidad que no entendía porque a él no se le había dado. Sigiloso como gato, esperaba en los recodos oscuros de cualquier calle, junto con sus cómplices ocasionales, a que pasara alguien para robarle la tranquilidad y de paso lo que trajera. kghu

Comenzó a gozar con ello, o creía que lo hacía. Según él, ésa era la forma de conquistar el mundo, de conseguir que alguien notara que existía, que no era una sombra. Grito desesperado de dolor, de soledad. Grito que nunca fue escuchado, ni siquiera percibido, El Calaca no sabía que los oídos humanos no tienen la capacidad de escuchar esos sonidos: Creo que nunca lo supo.
Dicen los letrados que el hombre sano es aquel que ama y trabaja. Saturnino nunca fue un hombre sano. Sólo conoció la cara oscura de la vida, pero como todos los marginados, pronto aprendió que en su extraño mundo –extraño para nosotros– amor y trabajo significa algo muy diferente. Tuvo que correr y correr para no ser alcanzado por muchas cosas. Nunca aprendió a desear. O comía o soñaba. Sólo en sus largos letargos químicos obtenía un poco de comprensión, sólo ahí se sentía acompañado. Pero cuando la magia de las drogas se transformó en ese carrusel de dolor y sufrimiento continuo, El Calaca comenzó a morir. Ahora sí, a morir dos veces, al nacer y al tocar la realidad de su jodida existencia. “Acá hay que estar a las vivas, mi buen, yo la he hecho porque no confío en nadie, ni en mí mismo… Y pos cómo no, si desde morro puros madrazos, puras mentadas…”.

Saturnino hizo de todo y le hizo a todo. Robó, quizá mató, fue banda, viajó a los lugares más extraños y, sobre todo, vio. Vio lo que el mundo siempre le negó. Casa, amor y compañía. Robó en Zacatecas, León, Toluca, Morelia. Estuvo detenido en todos lados y salió “del pedo” cien más uno. Conoció el sexo a los once y embarazó a su primer chava a los trece. Violó y fue violado. Pegó y le pegaron, y siempre decía que él estaba tablas con la vida.

Nunca pensó en si había Dios o algo parecido. No tuvo tiempo de hacerlo. Las iglesias fueron para dormir en los quicios, atracarse las limosnas y párale de contar. Mucho se sorprendió cuando le dije que éstas le hubieran podido dar apoyo, albergue. “No mames, mi buen. Eso será para los tuyos. A nosotros nos corren y no cierran las puertas; si no lo crees, rola con nosotros y licarás otro patín”.
Cuando El Calaca filosofaba, hablaba con esa verdad que da el sufrimiento no entendido. Para él sólo era parte de lo mismo. Sobrevivir a toda costa. Los días y las noches eran siempre iguales. “A las vivas, porque no falta el pesado que te agandalle…”.

Un día, al caer la tarde, noté que tenía varias semanas de no toparme con Saturnino. Algo dentro de mí, quizá esa particular percepción que tengo para detectar problemas, me hizo, por primera vez, buscar a mi cuate. Al preguntar por él, nadie sabía dónde andaba. En el parque me dijeron que había salido “¡por patas!” a Lázaro Cárdenas. En la Central de Autobuses que “lo chingó la tira”. Los raros de Las Rosas, que “estaba en Acapulco con un gringo…”. En fin, todos decían pero nadie lo ubicaba.

Notando por primera vez su ausencia, que cada vez hacía más presencia en mí, me senté donde alguna vez estuve con él, en un costado del mercado Independencia. Allí llegó La Chilindrina, una niña de edad imprecisa, con profundas huellas de calle en su rostro y esa mirada tan impactante que tienen todos los chavos que viven por sí mismos desde muy pequeños. Era la única que conocía el adentro de El Calaca. Se apoyaban y protegían de todo y de todos. Tardó un rato en acercarse, y al contemplar su expresión, noté una mirada nueva para mí. Pude ver la mirada perdida de la completa soledad.

Me dijo que hacía como dos semanas que Saturnino se había puesto superdrogado, y que en el pasón le dijo que ya había vivido demasiado, que ya no le quedaba nada más por conocer o experimentar y que iba a hacer su último viaje. Se iba con “los buenos”. Que este mundo “valía pa’pura…”, y así lo hizo. Saturnino nunca dejó de hacer lo que decía. Era un ser de palabra. Tomó su mona, la impregnó de activo, caminó por la carretera y cuando sintió que era el momento se metió al cerro. Busco una piedra, y con su roído suéter se tapó la cabeza que había metido en una bolsa del super que recogió en el camino.

Lloró, quizá por única vez en la vida, llamó a su mamá y la alucinó como un ser bondadoso y tierno que lo aceptaba, abrazaba y llenaba de besos. Sintió el calor de una buena madre, y antes de entrar en el túnel del que no se regresa, dejó de sentir por única vez, a los quince años, “ese extraño frío de adentro”.
Ésa es la única vez que he llorado por algo que realmente valía la pena.jhbj

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