El loco

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Ilustración/lavarona

El loco vaga desde temprano por las calles con la mirada en otra parte. Duerme debajo del puente, se lava con el agua del río, se le ve más bien limpio con el pelo ya blanco, liso echado hacia atrás. No habla con nadie, nunca lo han visto sonreír, pero a saber porqué, la gente le da el paso con cierto respeto y lo alimentan con discreción para que no se de cuenta de quien y no sienta que le debe nada a nadie. No soporta estar en lugares cerrados aunque le llueva o tiemble de frío.

Fue guerrillero tupamaro, dicen, estuvo 7 años encerrado en las mazmorras del ejercito de Uruguay sin ver sol ni luna, sin hablar con nadie, lo único con vida que veía era una rata y los piojos que pululaban en su cabeza. Como parte de la tortura, permaneció por meses en un celda inmunda de 40 X 50, desnudo, con la capucha puesta, las manos atadas, aún para hacer sus necesidades, sentado, sin poder pararse o estirarse.
Se habla de que perdió a su compañera también guerrillera en un operativo contra los Escuadrones de la muerte. No se supo bien si cayó en la contienda o luego, víctima de la tortura en las catacumbas de la dictadura.

En los años vivos de guerrillero, los comandos asaltaban bancos y secuestraban diplomáticos, altos funcionarios, gente rica. Con el dinero de los rescates y lo robado,  compraban camiones de alimentos y los repartían en pueblos y barrios pobres. La gente muy contenta les pedía que volvieran pronto.

Y mira que ahora, aún loco, eso sí no le ha faltado, un pan  que llevar a la boca. La gente de acá le trae comida de más. Será la vida que le paga.
Cuando aquí triunfó la Revolución, él no se enteró, seguía preso, incomunicado. Lo supo un año después, cuando lo sacaron. Su liberación se logró mediante el canje de un  embajador y un capitán del ejército que estaban prisioneros en la cárcel clandestina del pueblo que manejaban los tupas. Tenía que salir del Uruguay. Él pidió venir a nuestro país. Quería vivir la belleza de una revolución triunfante y aportar lo que pudiera para construirla.

Antes de guerrillero, fue ingeniero agrónomo. Con eso, vino   como internacionalista a trabajar en la Reforma Agraria.  Dicen que él diseñó la presa del lago que alimentó la ciudad y buena parte de la capital por más de 10 años, hasta que se paró porque no llegaron más las refacciones rusas y luego ya estaban muchas piezas de las máquinas oxidadas o se habían usado para reparar otras y cuando por fin llegaron las refacciones, ya no sirvieron.

También parece que fue él quien dirigió la construcción del edificio de la Universidad que siempre no se terminó y acabó por adaptarse como hotel para turismo revolucionario, que mucha falta hacían las divisas.

Todo ese pelo blanco que carga, antes fue rubio. Era más que apuesto, alegre y con un sentido del humor que arrancaba la sonrisa. Varias internacionalistas lo buscaron, pero él se acabo enamorando y se casó con una de aquí. Parecía bastante contento de su vida y de ayudar a construir al hombre nuevo tras el triunfo de la revolución, hasta que le pidieron colaborar con el Ministerio del Interior.

Su carácter fue cambiando, dejó de sonreír, se hizo huraño, distante, evasivo, amargo. Ni media palabra sobre su trabajo, luego ya sobre ninguna otra cosa. Dejó de hablar. Al parecer también con su mujer. Un día, cuando regresó de trabajar, ella ya no estaba.

Fue la revolución que lo deschavetó, decía la gente, otros afirman que ya venía mal del Uruguay, fue la tortura que le hicieron sardos y policías lo que lo quebró.

Un obrero de la construcción aseguró que con sus propios ojos vio que a los del ingeniero se les salían las lágrimas mientras daba instrucciones de cómo construir en las celdas un camastro y un asiento con una protuberancia casi imperceptible pero que impediría el descanso pleno de los prisioneros contrarrevolucionarios.

Hace ya más de 30 años que triunfó la revolución y el loco sigue llevando ya en andrajos su uniforme verde olivo. Dice que la revolución no puede acabar así, alguien debió traicionarla, de modo que tenemos que seguirla haciendo. Quizá aunque loco, lleva razón.

Acerca de Rosamarta Fernández

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