MANUEL sin apellido

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  D  espués de ocho horas y varios retenes, llegamos al cuartel de Somotillo, limítrofe con Honduras.

La Revolución sandinista había triunfado en Nicaragua meses antes, pero grupos contra revolucionarios seguían atacando en las fronteras de Honduras y Costa Rica.
Hacía la investigación  para elaborar el guión de una película sobre la educación en la Revolución. Llevaba una constancia firmada por el Ministro de Educación. Era mi salvo- conducto para desplazarme librando retenes (no sin frecuentes dificultades) e interrogar a quien se requiriera.

Pedí hablar con el responsable del regimiento en Somotillo.

Manuel (nunca supe su apellido) comandaba la región que estando en guerra, supeditaba a su mando cualquier autoridad civil.

De unos treinta y cinco años, delgado, con tez fuertemente impregnada de sol, mirada directa, incisiva que te hacía sentir observada con desconfianza en todos tus movimientos y tus decires. No sonreía  ni por cortesía.

— Así que usted trae su cartita a una zona de guerra y muy tranquila  me pide  quedarse unos días en el cuartel para observar los movimientos y hablar con la gente.

—  Es el método de investigación que se usa para compenetrarse de la realidad que pretende uno comunicar con el documental , respondo. Lo más importante es cómo se lleva la educación de adultos en zonas de guerra, pero la observación general sirve para ambientar la situación y personalizar el mensaje.

Con su sola mirada, me fui sintiendo desnuda, inapropiada. Con dificultad agregué:

— El documental no tendrá una voz que narre, son los protagonistas quienes comunicarán sus vivencias.
— Se necesita estar loca para siquiera imaginarlo, me dijo. ¿ Quién garantiza que la carta es auténtica,  que no es Usted una espía infiltrada de la “contra”?

Ya para entonces, estaba totalmente de acuerdo con él. Me vi ridícula. No argumenté más.
— Ya no pueden regresar hoy a Managua. Les daremos alojamiento y mañana se van, concluyó.

Asentí con la cabeza. Salimos custodiados por dos jóvenes militares hacia un local en el pueblo, fuera del cuartel.

Tuvo la gentileza de enviar arroz con frijoles como cena para Tito el Chofer y yo.

Sentí vergüenza. Furiosa con mi torpeza. En efecto, ¡cómo pude siquiera imaginarlo!

3.00 de la mañana. Fuertes golpes en la puerta me sobresaltan. No sé dónde estoy.

— Dice el jefe que venga. Póngase botas o tenis, algo con lo que pueda correr, dice el mensajero en uniforme militar.

— Aviso a mi compañero, le digo.

— No, nomás usted. Son órdenes. Y apúrese que la están esperando.

Me enfundo los tenis y salgo con la cámara fotográfica.

— Sin cámara me dice. La dejo.

Me toma de la mano. Lleva el fusil en la otra. Corremos unos cincuenta metros.

Enlaza sus manos  a guisa de escalón.

— Suba, me dice.

Es la parte trasera de un camión militar con dos bancas laterales. No hay nadie más.

— Siéntese y agárrese fuerte.

El camión arranca en total oscuridad. Mi vigilante permanece de pie en el estribo exterior. Con la luz incipiente de una noche sin luna

Entre sombras de árboles que apenas se vislumbran, el camión da tumbos serpenteando por baches y piedras.  Me agarro como puedo. Con la mirada acostumbrada a la oscuridad, descubro en el fondo del camión decenas de botas militares y uniformes.

— Esta es la mera línea divisoria, donde seguido hay cachimbazos. Atrás de los árboles están los contras. Eso ya es Honduras, dice el soldado. Distingo sus facciones. Es algo rubio, ojos claros, de unos veintidós años.

Se desata una metralla cerquísima. Por instinto me tiro de bruces al piso del camión. Segundos de incertidumbre.  La metralla para. El camión también. Levanto la cara, me sorprende ver una sonrisa en la cara del Güero quien mantiene el fusil en reposo. Me incorporo.  El camión se detiene. Escucho risas de alguien que se aproxima. Aparece Manuel empuñando un Aka 47 .

Aún riendo, pregunta.
–¿Qué cara puso?

— Tranquila, nomás se tiró al piso, dice el Güero.

Manuel me mira sonriente. Entre el desconcierto, el temor, el enojo, permanezco callada.

— ¿Tuvo miedo? Pregunta – Sí, respondo.

El camión sigue hasta detenerse en una pequeña población. Lo espera un comando militar. El Güero me indica que baje. Manuel ya ha descendido de la cabina. Descargan botas y uniformes.

La acción se repite en varios poblados.

Noto que en todos, se recibe a Manuel con afecto.

Al llegar a uno de los poblados, una mujer y un joven, lloran desconsolados.

— Hace una hora, cayó un obús. Murieron Luciano y Marco, dice un joven militar quien parece estar al mando. Manuel abraza largamente a la mujer.
Con cierta premura, se hacen honores a los caídos.

Amanece. La  sensación de peligro crece.

El camión regresa sin detenerse hasta Somotillo. Respiro.

Nos espera el desayuno. En la cocina del cuartel, tres milicianas revolotean calentando tortillas, trayendo platos: Arroz, un huevo estrellado, frijoles, café.
El huevo es en su honor, me dice Manuel. – Gracias, respondo. Espero un poco. No hay cubiertos. Manuel se percata. – Traigan una cuchara para la señora, ordena.

— Pero aquí no tenemos cucharas, responde la miliciana.

— Búsquenle.

Apenada, empiezo a comer con  tortilla. Por favor, le digo, no necesito cuchara.

— ¿Todavía sigue enojada por el susto?, pregunta . – Ya no, respondo. – Ah , entonces bien que estaba encachimbada . – Sí .

— Pues conténtese. Se va a quedar ahí donde durmió anoche.  La educación se da los jueves, faltan tres días. Se queda? -Sí, respondí. Le pido entrevistarlo. Mañana, dice.
Preparo las preguntas. Entre otras: Qué es Patria para él. Cuando se la formulo me mira extrañado; como si fuera obvio, responde:

— Patria es todas las mujeres, todos los niños, todos los hombres de Nicaragua.

Estudió hasta secundaria. Antes de la Revolución, era plomero. Ahora, dirigía a la población haciendo zanjas junto con el ejército para construir trincheras.
Su gesto duro va suavizando, aunque la mirada incisiva persiste. Percibo su inteligencia, su sencillez. Algo en él seduce.

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Bajo la guía y vigilancia del Güero, hablo con mujeres y hombres de la población, con maestras y algunos soldados. Todos con la adrenalina al tope. Yo también.

Desayunaba con Tito, el chofer que había venido conmigo, en una fonda al aire libre. En otra mesa come un joven de unos 17 años vestido de militar, con el fusil a un lado. Veo que saca una granada de su cinturón y la revisa. Terminamos de comer y nos dirigimos al centro del poblado. A unos cuarenta metros, suena el estallido. Por la callejuela en pendiente, escurre un riachuelo teñido de rojo. Es del muchacho, me dicen.

Ya en Managua, durante las semanas de preparación de la filmación, con frecuencia aparecía la imagen de Manuel. Una creciente inquietud por verlo.
Fue un mes después.

A guisa de saludo me dijo viéndome a los ojos:

— La pensé bastante desde que se fue. Tardó en venir.

Preparábamos la filmación, respondí. Él cambió de tema. Quedé avergonzada de mi cobardía al no decirle que también lo había traído conmigo ese tiempo.

En  situación de guerra es así. Todo al límite, se habla poco, pero toda palabra significa. La proximidad de la muerte intensifica cada gesto; cada movimiento; cada sensación. También la alegría. No hay espacio para la simulación. Todo deseo se vuelve impostergable.
Me fascina.

Durante los días de filmación no tuvimos ocasión de estar solos, pero las miradas varias veces se hablaron.

El último día, lo esperaba en su oficina para despedirme. No lo escuché entrar.

Una descarga de deseo me sobresaltó. Eran sus labios besando mi nuca,
al girar, nuestras caras quedaron a milímetros. Las bocas se rozaron. No me resistí. Hicimos el amor con urgencia contenida, descubriendo como dos ciegos, palmo a palmo nuestros cuerpos.

Los encuentros se repitieron  con intervalos de semanas. Siempre con la intensidad que provoca la temida certeza de lo irrepetible, de la imposibilidad transgredida. En cuanto nos veíamos, sin mediar palabra, se volvía impostergable hacer el amor. No importaba cómo o en dónde; sucedía tras cerrar la puerta de su oficina, aún de pié, tras la misma puerta.

Cada vez se me dificultaba más negociar en Managua el permiso para desplazarme y el préstamo de un jeep arguyendo que faltaban tomas imprescindibles para el documental o que un audio estaba defectuoso o debía entrevistar a alguien más.

Al llegar a Somotillo, cuando pasábamos el retén previo al pueblo, los soldados corrían la voz: ¡Volvió la Marta. Avisen al jefe. Llegó la Marta!

Aquella vez, cuando llegué, me pidieron sus soldados que esperara. Manuel estaba en una montaña cercana. Insistí en verlo. Un mensajero fue a consultarlo. Me indicaron que bajo mi riesgo, si quería ir, me llevaban dónde él. Dije que sí.

Al llegar, sin mediar saludo, me dijo:

¿Quieres estar conmigo ?  – Sí, respondí. -¿Aquí? – Sí.

Tras un leve gesto, sus soldados se alejaron, haciendo un cerco algo distante.

Hicimos el amor en silencio, sobre la yerba, bajo una finísima luna menguante.

Fui luego al cuartel a proyectar una película de Cháplin que había traído.

Dos meses sin comunicación. Cuando logro regresar, me informan que Manuel fue trasladado al borde fronterizo, donde los combates han recrudecido. Ahora está al frente de Somotillo un comandante X. Me llevan con él. Le explico que tengo que llegar donde Manuel. Debo completar su entrevista para la película.  Me lo prohíbe. Los contras atacan con obuses los caminos. Entrevísteme a mi si quiere, me dice. Quedo de volver al día siguiente. Consulto con el chofer; se solidariza. Partimos a escondidas al anochecer.  El pecho golpetea. me viene a la mente la certeza: El amor es más poderoso que la guerra. Suena cursi, pero és.

La noche cubría ya todo. Un retén nos detiene empuñando las armas. Uno de los soldados me reconoce. Esta vez no hubieron voces que anunciaran mi llegada. Esperamos ahí una hora. Se escuchan ráfagas distantes. El mensajero regresa. Indica que el jeep en que viajamos y el chofer, se quedarán en una casa cercana al retén. Yo lo sigo a pie hacia el poblado. Cruzamos varias huertas, hasta una casita a la que me indica entrar por la parte trasera. Dentro, una mujer me señala una habitación; hay una cama. Cierra la puerta. Espero unos minutos; aparece Manuel. Me pide que me pare frente a la ventana. Entiendo lo hace por si soy el anzuelo de una celada. Lo tomo. Es la guerra. Por primera vez hacemos el amor en una cama.  Sería la última. Como si lo presintiéramos, estallidos de ternura irrumpen en el deseo alargando las caricias;  más  que recorrer el cuerpo del otro, parecía que las yemas de los dedos lo fueran modelando. Cuando despierto en la madrugada, Manuel ya no está. La mujer me ofrece café. Se presenta el Güero, diciendo que debo dejar la zona; demasiado aventurado haber venido.

— El jefe me ordenó que nomás le dijera: Gracias.

De nuevo, cuidando de no ser vistos, atravesamos huertas traseras hasta el retén. Tito, el chofer, ya está en el jeep con sendos vasos de café y pan. Logramos transitar hacia Managua sin entrar a Somotillo.

Seis meses llevó terminar la película. Ninguna forma de comunicación con Manuel. Sólo noticias de intensificación de ataques de la “contra” en Somotillo. Ya no podía con la ausencia.

Por fin regreso a Somotillo. La película terminada; llevo proyector para exhibirla en la plaza. En algo retribuir toda la vida que me han dado.

Me recibe el Güero con una sonrisa triste. Cojea, lleva un bastón. La angustia se clava. Interrogo con la mirada. El Güero asiente.

— El jefe voló. Pisó una mina que estaba puesta para el enemigo. Yo estaba cerca. Me dice.

Acerca de Rosamarta Fernández

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