Simona

simona
Eduardo Caamaño

Estoy muy molesta. Me duelen las manos por haber golpeado todas las paredes, y es la peor idea en el universo, dado que me toca jugar de nuevo en dos días. ¿Cómo es posible que se haya alargado tanto? ¿Qué falló? ¿Me pregunto qué falló? Qué risa. Todo: la estrategia, el estudio, mi maldito muslo. Mi mente, claro está. Por sobre todas las cosas, mi mente. No logro controlar mis emociones. Jamás lograré ser la mejor mientras no controle mi carácter en la cancha, porque fuera de la cancha me importa, absolutamente nada, la opinión de los demás.

Cuando salí del túnel, los gritos del público me cargaron de adrenalina. Podía sentirla en todo mi cuerpo, corriendo como un auto frenético por mis venas: “Simona, Simona, Simona”. Pero poco me duró, la alemana resultó ser mucho mejor, comparada con lo que observé en sus videos. Nada se compara con la realidad.

Mientras estábamos igualadas en el primer set, repasaba las estrategias que acordé con mi entrenador; la hice correr de lado a lado de la cancha sin piedad: “cánsate alemana, que se te revienten las piernas, truena, quiero ver que tus ojos me supliquen piedad. A bañarte, al avión y a Munich”.

A pesar de haber ganado el primer set, me impresionó la potencia de sus tiros, la reacción de sus piernas. En uno de nuestros cambios de zona de juego, admiré su cuerpo. Yo soy muy guapa y tengo un cuerpo de acero, femenino y torneado; pero esta mujer debe medir diez centímetros más que yo desde cualquiera de sus terminaciones. Sus piernas son impresionantes, ¿será real su color de piel? Qué hermoso pensamiento, doblegar y humillar a un oponente así.

De forma innecesaria llegamos a jugar un desempate para decidir el primer set; después de ganarlo, me prometí terminar el partido en dos sets consecutivos para no cansarme de más, para conservar energías para el siguiente encuentro, pero uno tras otro, empezaron los errores.

La alemana ha roto mi servicio dos veces. Siento la ira tomando posesión de mi cuerpo. En un punto muy importante, la mantengo al fondo de la cancha; golpeo la pelota utilizando toda mi potencia, pues quiero dejarle en claro quién manda. Deseo mantenerla lo más alejada posible de la red, pero fallo el golpe definitivo, pierdo el punto y golpeo el piso con mi raqueta. La niña recogebolas (le digo niña aunque es sólo cinco años menor que yo) me mira asustada y no puede decidir si ayudarme, sonreírme o no hacer nada. El juez principal me dice que debo controlarme o me descalificará.

Una de las principales ventajas de ser bonita y no tan alta es provocar ternura en los demás, como lo hacen casi todos los mamíferos bebés. Así que el público, el juez e incluso mi rival, no se enconan conmigo, piensan que es un berrinche, pero es odio puro, total y absoluto el que siento. Decido cambiar de estrategia.

Después de perder el siguiente punto me detengo y me tomo el muslo de la pierna derecha. Lo sobo y digo cosas que sólo alguien que haya vivido en Bulgaria entendería. Pido ser atendida en el campo. Mi preparador físico no me dice palabra alguna mientras me coloca una venda elástica. Mi entrenador sostiene mis hombros con sus manos, me mira de frente y me guiña un ojo. Salto a la cancha y pierdo el segundo set.

Me siento un poco mejor y pienso en destrozar a mi oponente, a quien nada le importa y me recibe con saques de más de 130 kilómetros por hora, ¿qué comen en Alemania?

Observo al público –sus caras de emoción y de sorpresa–. En el papel soy mejor jugadora que mi rival, pero los hechos desmienten el ranking. Mi mente empieza a divagar. Pienso en todas las personas de mi ciudad mirando atentos la pantalla, atestiguando que la hija pródiga está a punto de ser eliminada. Pienso en lo preocupada que está Samantha, que sabe bien cómo me pongo cuando pierdo. Pienso en los colores chillantes de la ropa que utiliza una señora del público. Tengo miedo.

Al final, la diosa Fortuna me miró a mí. Los nervios acabaron con mi rival. Tan controlada que se veía. Al terminar, nos dimos la mano. Me piden hacerme unas preguntas para que el público me escuche. Yo sólo pienso en salir corriendo para bañarme con agua muy caliente.

Tengo miedo, me duelen las manos. Me siento sola, muy sola. Quiero dormir porque sólo dormida consigo desconectarme del mundo. En dos días salgo a mi nuevo enfrentamiento. Ser tenista es peor que ser boxeador, pues no tengo a nadie con quien hablar. Nadie.

Nada me detendrá en mi camino al campeonato.

Ciudad de México, septiembre de 2015.

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