Verde olivo

verde olivo

A las cinco de la mañana vinieron por ella. Se estaba amarrando los cordones de las botas. Miró el paquete aún cerrado con las medias de seda que su madre le compró para estrenarlas en sus XV. “Quizá ya nunca las use”, pensó. No le habían dado tiempo, tuvo que cambiar las calcetas reglamentarias de los zapatos escolares, por otras reglamentarias de botas militares. Se enfundó el pantalón verde olivo. Su cumpleaños era el domingo, faltaban cuatro días. Ahí se quedaría también el vestido floreado, sacado de la revista

Vanidades, que le cosió su madrina. Mañana sería la última prueba. “A lo mejor cuando regrese voy a estar más gorda… o más flaquita”, se dijo, “…si regreso…”, agregó una voz involuntaria que le provocó un vuelco seco en el estómago.

Su madre le trajo la camisa verde olivo recién planchada. Dudó de ponerse o no el brasier; las bolsitas delanteras impedirían que se le marcaran los pezones. No pudo evitar que la invadieran las imágenes y la sensación maravillosa de hace apenas unos días, cuando Pedro Juan, por primera vez, le había acariciado los pechos. No se había dado cuenta de la sensibilidad enloquecedora que pueden despertar las yemas de los dedos de un hombre.   Decidió ponerse la camisa directa, el roce de la tela áspera le recordaría a Pedro Juan. No hubo tiempo de avisarle que se iba. Sabía que él también, a escondidas, se había comprado un pantalón y zapatos nuevos para el domingo, aunque se burlaba de ella por su debilidad conservadora de querer hacer una fiesta para sus XV. Ahora ya nada de eso tenía sentido.

Ella, como miliciana voluntaria, iba a reforzar a un grupo de maestros populares que atendía a los campesinos en la frontera, zona de guerra infiltrada por los contrarrevolucionarios. Ayer, de improviso, a las once de la noche, le habían avisado que hoy pasaría un jeep a recogerla. No había fecha prevista para el regreso.

Se puso la gorra, le gustaba así, ladeada sobre el lado en que un mechón se le venía a los ojos, pero esta vez era otra cosa. Conocedora de las reglas, se ató el cabello con una liga hacia atrás y se colocó de nuevo la gorra, con la visera al frente. Un mechón demasiado pequeño para alcanzar la liga, se rebelaba a la disciplina militar, cayendo desfachatado sobre un ojo. Con urgencia, tomó unas tijeras y lo cortó. La cara estaba ya despejada.verde olivo 2

Acerca de Rosamarta Fernández

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