Cosa de mujeres IX

  C  uando todos se acostaban a dormir, Adelina  despertaba de su sueño plácido. Instintivamente se acariciaba los pechos pequeños, casi de adolescente. Con los párpados fruncidos bostezaba varias veces. A ciegas avanzaba en el laberinto de  su despertar placentero. Cuando llegaba al baño, giraba la perilla, empujaba la puerta y sin tropezar se metía debajo de la regadera, un chorro de agua tibia terminaba con su somnolencia. Entonces abría los ojos para dejar al descubierto una mirada guinda de cristal de murano.
Desde pequeña se supo diferente, la narcolepsia la cobijaba en un mundo donde el sueño se trastocaba con la vigilia. Se acostumbró a los horarios cambiados. En lugar de almorzar, cenaba con sus tías, dos obesas solteronas que la adoraban como la hija que nunca parieron.
Adelina siempre pensó que la falta de su cuerpo de mujer, se debía a sus bostezos de todo el día, pero en la noche, Adelina despertaba, y la vida le corría por las venas y la sudaba en un ritmo de ires y venires  que la dejaban completamente satisfecha. Algunos trasnochados, pasados de copas, juraban haberse topado con la mismísima llorona que los miraba con su mirada sin fondo y un resplandor de fuegos fatuos.
Una noche, Adeliana cambió  su programa, despertó sobresaltada con un sueño de mal presagio atorado en los pulmones,  su respiración lenta se hizo chiquita hasta que se terminó, como un reloj que deja de funcionar por falta de cuerda. Las tías la lloraron hasta que se les acabaron las lágrimas. No quisieron enterrarla porque la creían dormida como siempre, porque después del novenario, su cuerpo seguía inmóvil, lánguido y oloroso a humo. En el cementerio familiar,   la lápida de granito, sin nombre y sin fechas, se cubrió de pasionarias rojas.

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ilustración/milly acharya

Acerca de José González Gálvez

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