Dentro del círculo pluscuamperfecto de las mariposas

fgjtfghOscuras mariposas entrevuelan,
se persiguen en las húmedas mañanas.
Pablo Neruda

Para Rosa Lotfe

De dónde vienen, no lo sé, pero invariablemente aparecen con las primeras lluvias de otoño. En lo personal no me asustan como al resto de mi familia; por ejemplo, mi hijo menor sale corriendo, como perseguido por el demonio, cuando siente que una de esas mariposas lo acosa, y del susto casi quiere meterse debajo de la cama. La mayor, simplemente cierra los ojos, se da media vuelta y las ignora olímpicamente. Tampoco me dan repulsión, más bien les tengo lástima, son tan desproporcionadas, tan grandes al común denominador, solitarias, detenidas en la pared como bicho de coleccionista, sin moverse, tratando de pasar desapercibidas, de no molestar a nadie. En ocasiones se juntan dos o tres en una recámara, pero cada una en su rincón, impávidas, detenidas en el tiempo.

A veces las encuentro muertas, patas arriba y, dato curioso, nunca rodeadas de hormigas, como si también las depredadoras las temieran. Posiblemente mueran de soledad, nostalgia, o de angustia al saberse tan feas y repudiadas. Al terminar con su tiempo de reposo y observación, se marchan volando lentamente, como desorientadas, salen por una ventana distinta a la que entraron.
Pensativo, las sigo con la mirada hasta que se pierden en el infinito.

Me pregunto: “¿a dónde van?”, y me contesto: “tal vez a terminar con el rito precario de su existencia”.
Algunas tardes me detengo a estudiarlas minuciosamente, con interés de científico.

Las distingo pardas, negruzcas, sepia, con las alas superiores tatuadas de círculos intensos y diagramas solamente entendidos en el lenguaje de los lepidópteros. Con el cuerpo enorme, velludo, los ojos esféricos desproporcionados, las antenas sin sentido y la espiritrompa de alambre; abúlicas, casi sin respirar.

Las conozco desde hace muchos años; mi abuela se tomó la molestia de presentármelas desde que era pequeño. Una tarde húmeda las señaló levantando su diestra de arcángel, y con voz ronca de profeta bíblico sentenció: “algo va a pasar en la hacienda”. Y efectivamente ocurrió, pero no fueron catástrofes de índole apocalíptico, al contrario, los limoneros se cundieron de limones exageradamente grandes, las vacas lecheras parieron trillizos y en una esquina de la vetusta biblioteca, encontraron un entierro de centenarios.

Por eso no les temo, porque he crecido con ellas, contemplando impávido su ciclo de vida, sin asustarlas para que descansen a gusto y puedan mirar el mundo a sus anchas, sintiéndose protegidas dentro de mi santuario. Pobres mariposas tristes, son tan aborrecidas que ni nombre alcanzan, lo que más me apena de ellas es el círculo enigmático de su miserable supervivencia.

Cuando mueren de muerte ajena, las levanto con cuidado y delicadamente les acomodo las alas castañas y escamosas, las coloco en cajitas de cartón como pequeños ataúdes, y las guardo dentro de una gaveta que únicamente abro para depositar nuevas mariposas disecadas, como en un cementerio clandestino, silencioso y oscuro, como suelen ser todos los cementerios. Nunca más vuelvo a molestarlas porque pienso que, aunque sea en la muerte, se les debe de tener respeto.

Cuando yo también muera, me encontrarán levitando en un cielo quieto de mariposas momificadas. Tal vez cubierto de escamas pardas, con unas alas nacidas de los omóplatos, quebradizas como hojas secas y bañado de un polvo crepuscular de asteroides impertérritos.

Coatzacoalcos, Veracruz, 2006

Acerca de José González Gálvez

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