Secuestro

secuestro unidoRecibir el premio de literatura Mario Vargas Llosa cambió mi vida, o mejor decir, acabó con ella. Flora, mi esposa, temía que dejara de escribir por andar en cocteles, y entrevistas. Como hija de editores, decía – He visto más de un escritor terminar perdiéndose en el alcohol y la banalidad, sin llegar a escribir la segunda novela.- Esto no iba a ocurrirme a mi. Me lo juré. Tenía trazos claros de personajes, situaciones, conflictos, revoloteando desde hacía meses y una oferta de publicación de la segunda novela por la editorial Alfaguara. Por primera vez no vivía el consabido horror ante la página en blanco. Por lo demás soy prácticamente abstemio, si acaso bebedor social, con alergia a fiestas y reuniones, sintiéndome siempre, por mi timidez, fuera de lugar.

Tenía escasos 10 meses para entregar.
Con el acuerdo de Flora, usamos la mitad del dinero obtenido en pagar deudas y rentar
un estudio algo distante, para el necesario aislamiento de la cotidianidad familiar y el mejor funcionamiento de esta con nuestros dos hijos. El resto cubriría los gastos modestos de la casa.

Empecé a trabajar.
El inicio no fue fácil: los personajes ya echados a andar resultaron acartonados, sin proyección, no parecían querer relacionarse, lo ya escrito me sonaba ridículo, previsible, forzado, fuera de tono. Tras mes y medio de tortura, terminé paralizado, convencido de que no era escritor, pensando incluso en el suicidio. No quería ser otra cosa. El éxito de la primera novela me parecía distante, ajeno, un accidente en el cual yo no había participado. La angustia condujo al insomnio y la falta de apetito, bajé 4 kilos.

Flora me paró en seco. Es comprensible – dijo – te has excedido, mis padres nos invitan a su casa en la montaña, los niños tienen vacaciones, ¡vamos! Una semana alejado te hará bien, todo regresará. – Acepté a regañadientes, pero era una posibilidad. Los tres primeros días parecían corroborarlo: noches de reposo, sexo matutino con Flora casi perfecto,  caminatas con aire olor a pino, leche fresca de la ordeña, quesos hechos en casa, paseo con los niños en lancha. De repente, a mitad de una comida, de manera súbita, apareció la “revelación”, un cambio de 180 grados a la trama de la novela, pero era la solución. Me levanté de la mesa a escribir, pedí disculpas a mis suegros, a Flora su comprensión y tomé el autobús vespertino de regreso a la ciudad. Ellos se quedarían con el coche, podían así seguir disfrutando las vacaciones.

A partir de entonces las cosas mejoraron para la novela, empeorando para todo lo demás.
De manera descontrolada, casi inconsciente, el texto avanzaba con una coherencia que provocaba mi asombro, casi hasta la perplejidad. Llegué a sentirme celoso (de quién?), como si yo no fuera el autor, sólo un amanuense, transcriptor de lo que me dictaba una voz anónima con creatividad propia.

Por las noches llegaba exhausto, sin ganas de hacer el amor o tan excitado con los personajes de la novela, que en una ocasión cometí la torpeza de llamar a Flora, Mara. Flora se detuvo a medio orgasmo y me rechazó. Entre risas le expliqué: nada de qué preocuparse, Mara se llama la protagonista de mi novela, todo ficción. No le pareció divertido, me dio la espalda dejándome a medias. Los siguientes cansados intentos de hacerle el amor fueron inútiles. Finalmente mejor, por aquello de si la excitación creativa  disminuye con el equilibrio recuperado por el desahogo. A saber…

Al principio me divertía ver a Flora celosa, reclamando, dudaba si mis llegadas tarde, a veces hasta la madrugada, fueran por otra mujer, eran para escribir, no me creyó. Pensó que obedecía a lo mismo o a desamor cuando la estimulaba a que fuera con Saúl, su amigo de infancia y frustrado pretendiente al cine o al teatro. Llévatela, le decía, diviértanse.

Por un momento tuve dudas, no sin temor, de estar propiciando la infidelidad de Flora. Poco a poco, sin pensarlo, fui deseándola, con tal de que me dejaran escribir en paz.
La relación con mis hijos también se fue haciendo más distante, me resultaban insoportables sus demandas, sus lloriqueos, en particular estos, nunca he podido evitar sentir angustia cuando un niño llora.

He dormido pésimo los últimos días. Apenas concilio el sueño, los veo moverse, los oigo dialogar, tengo que levantarme a registrar, si no lo hago sé por experiencia que soy incapaz de de recordar al día siguiente lo ocurrido, si acaso me quedan trozos, jirones,
no logro reconstituir bien las situaciones, es como si perdiera capítulos irrecuperables de una zaga, que continúa desarrollándose independiente de mí. Para no despertar cada vez a Flora, he optado por dormir lo que puedo en el sofá de la sala. Con frecuencia amanece intacto, yo de bruces sobre la mesa. Ya olvidé lo que es desayunar con mis hijos o llevarlos a la escuela.

Primero con agradecimiento, después con recelos, finalmente con indiferencia, (o resignación?) vi como Saúl ayudaba a los niños a hacer las tareas, llevarlos con Flora a la feria, acompañarlos al médico, comprar los regalos de Reyes, asistir con ellos a fiestas escolares.

Una mancha en las sábanas me clavó el aguijón de duda sobre la cercanía que había alcanzado la relación de Saúl con mi mujer, pero justo ese día Flora estaba tan radiante y de buen humor, que preferí no enturbiar la situación con suspicacias, mejor dejar el asunto hasta mayor certeza.
Ambivalencia entre sentir rabia de ver cómo Saúl se iba resbalando a mi lugar y un deseo intenso de que lo hiciera, librándome de esa carga dulce, pegajosa del matrimonio, de la paternidad.

Él por su parte, parecía querer a Flora no sólo como amante, sino como esposa y madre, con todo y mi cama, mi silla en la mesa, también a mis hijos.

Aunque asomaba el dolor, la indignación por su abierta intromisión, estaba claro: gracias a eso mi novela había tenido importantes avances. Ya habría tiempo de recuperarlo todo, no sería difícil regresar al mediocre de Saúl a su lugar.

Tanto perturbaba con mi desorden el funcionamiento de la casa, la cotidianidad de los niños, que propuse mejor permanecer en el estudio de lunes a viernes y encontrarnos los fines de semana. Confieso que me fastidiaba la llegada del sábado, varias veces falté a la cita. Era una pérdida de tiempo precioso. No podía relajarme, mi mal humor contagiaba a todos.

Tengo dos semanas de no pararme en casa, argumentando no sin convicción, evitar contagiarlos con una gripa acalenturada que no cesa. Flora aceptó con facilidad, dejando más interrogantes que satisfacción.
Ya no responde mis llamadas. La última vez, a las dos de la mañana, fue Saúl quien contestó. Colgué.

Tres días sin probar bocado,  pero no puedo parar, la musa está conmigo, las situaciones, los diálogos me llegan a borbotones. Mara, el detective Videla, incluso los personajes secundarios de la novela me exigen seguir, so pena de silenciarse, olvidar y no poder recuperar sus historias. Cómo rechazarlo para comer, dormir o coger o perder un día completo en la feria, el zoológico? ¡Qué vulgaridad!

Bañarme? para qué? La musa sigue conmigo, ella no tiene desarrollado el sentido del olfato. Menos mal, así tampoco percibe los olores de restos de comida que van quedando.
39 y medio de calentura, salí a buscar algún medicamento.¡ Ahí los vi ! Mara y el detective Videla, mis personajes protagónicos, discutían acaloradamente, sentados en una mesa del café de la esquina. Pasmado de asombro me acerqué, no había duda, eran ellos, tal como los había descrito. No me reconocieron. Un tanto ofendido, les pregunté qué hacían ahí, con la autorización de quién habían salido de la novela y sostenían diálogos sin que yo se los dictara. Me miraron extrañados, luego siguieron su discusión como si nada. Traté de oír lo que decían, pero un mesero corpulento me pidió con rudeza contenida salir del lugar. No era para menos con el aspecto andrajoso y ojos inyectados que me cargaba. Tiritando en la calle, decidí esperarlos. Cuando miré de nuevo a través del ventanal, ya no estaban, otra pareja se sentó en la mesa. Recordé la puerta que daba hacia la otra calle, por ahí debieron irse. Inútil buscarlos, olvidé el medicamento, regresé a mi guarida.

No puedo seguir la novela, Mara y el detective Videla no han regresado, los demás personajes se niegan a participar. La musa enmudeció. Todo por el maldito medicamento. Les suplico, no volveré a separarme ¡falta tan poco! unas cuantas cuartillas, es el final.

No sé cuantos días han pasado, desde entonces estoy aquí inmóvil, suspendido en el vacío, en medio de una oscuridad total, temblando con los ojos abiertos. Muchas cosas pasan a mi alrededor, oigo murmullos, gritos lejanos, súbitos destellos alumbran escenas que envidiaría la imaginación de cualquiera, deben pertenecer a novelas, de otros autores. Yo ya no puedo hacer nada, sólo esperar a que alguien imagine un personaje como yo para tratar de encarnarlo, escapar y seguir escribiendo. ¡Falta tan poco!

Acerca de Rosamarta Fernández

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