Si nos pagaran

“¿Cómo podríamos cantar
un canto de Yahveh en
una tierra extraña?
¡Jerusalén, si yo de ti
me olvido, que se seque
mi diestra!
¡Mi legua se me pegue al
paladar si de ti no me
acuerdo…”

jerusalem
Edgar Jeke

Durante los últimos años nos acostumbramos al uso del condicional en nuestras vidas. De alguna manera era vivir en la precariedad de la esperanza, pero a algo teníamos que aferrarnos.

Algunas veces nos distraíamos contándonos cada quien sus fantasías, que sueño loco realizaríamos en el caso de que nos pagaran. Ahí estaban las pruebas: un enorme fajo de bonos que podían cobrarse al cabo de 25 años.

Cada cierto tiempo nos reuníamos. Preferíamos hacerlo en casa de Tita, la luz que entraba por los ventanales iluminaba los cuadros en donde los platanales inmensos se derramaban en verdes. Todo lo que su casa nos recordaba algo que era como el sueño colectivo: hamacas vencidas por el ocio, macetones con olor a salvia, hierbabuena, chicoria (la que al fin había pegado), gatos acróbatas, cojines obesos de plumas, y el sabor inigualable del café parecido al que tomábamos allá.

Yo siempre decía que lo que esperábamos era un dinero triste. Talvez porque la imagen que se escurría en mi cabeza era la de papá meciéndose en la “silla abuelita”, urdiendo estrategias de odio.

Nené, con un gesto adusto me callaba, “Ya venís vos echarnos a perder  las ganas”, masticaba las palabras con la misma rabia con que pronunciaba la palabra ‘Revolución’.

Nunca la, la verdad, nos habíamos planteado la idea de regresar, aún así, esperábamos las noticias que al principio aparecían en las primeras planas de los periódicos y que, paulatinamente, se convirtieron casi en objetos perdidos en las páginas interiores. La curiosidad tiene una demanda que se alimenta de sonidos de balas y muertes espectaculares: algo novedoso siempre. Una  tierra desangrándose durante tantos años resultaba ya un paseo cotidiano.

¿Regresar?… ¿Para qué?. Allá todo era destrucción. Las casas habían estallado en esquirlas, los árboles se agazapaban en la orfandad, las voces se habían vuelto susurrantes, cualquiera se erigía en un prospecto seguro de traición.

Un Marx mal digerido se estrenaba en el viejo lago y los tartajeantes volcanes. ¡Alguna vez imaginábamos las preguntas que nos harían?

Ya no podíamos arrimarnos al calorcito tibio de los parentescos. Los burgueses tenían que hacerse a un lado. El apelativo infamante caía sobre los cuerpos, como la estrella de David adherida a la ropa de los judíos.
Cuando pasábamos por las calles las voces sofocadas nos llegaban. Sabíamos que hablaban de nosotros.
Nos empezamos a sentir extranjeros en nuestra propia tierra, no había guetto en el cual refugiarnos. Una palabra, un gesto, una falda, una lectura podía denunciarnos fácilmente.
Fue, entonces, cuando decidimos escanciar con prolijidad cada palabra y cada gesto, Ensayábamos  frente al espejo para despojarnos de manierismos.

Las pláticas perezosas y dilatadas se convirtieron en frases lacónicas que mutilaban nuestra antigua espontaneidad.
Sólo Nené se negaba a asumir el silencio.
Nené fue la primera en decidirse. “Me voy”, -Nos dijo en una tarde lluviosa- “Callar es morir”.
Los demás nos observamos con resquemor y desconfianza. Si Nené se iba, parte de nuestra fuerza se desmoronaba. Reacia a aceptar los cambios se había erigido, en la intimidad de la casa, en la panegirista del general. Largos soliloquios acompañaban su elegante figura.

“Nada más cambiaron de collar”, solía argumentar. Ya no sabíamos si en esa sentencia también nos incluía a nosotros.
Cuando se fue todos buscábamos su presencia en las maceteras que solía regar, en las jaulas de los pájaros que sólo ella disponía con decimonónicas. Nené se había ido, y con ella se agotaban nuestras reservas de palabras.

Deambulábamos por los corredores recogiendo vestigios de frases, las que ella había ido derramando en sus soliloquios perpetuos.
Los demás no nos atrevíamos a hablar de una posible vida en otro país.
Esa era nuestra tierra.

Nené fraguaba cartas optimistas. Los amigos recién adquiridos solucionaban sus problemas, las joyas de la abuela Chila eran mas valiosas de lo que suponíamos, las librerías estaban repletas de novelas, y, sobre todo, tendía a reiterar:
«Mi casa es su casa, como dicen por aquí´´.
Mas que el aislamiento en que nos fueron sumergiendo, lo que determino nuestra partida fue la irrupción de `las turbas divinas´ con su clamoreo, consignas y actos vandálicos. Ventanas rotas, ‘pintadas’ ofensivas, gritos, canciones, con signas: El inventario era imposible.

Tita tenia algunas amistades entre las `divinas´. Solo eso podía explicar el respetuoso trato conferido a nuestra casa.
El tío Moncho, gordo y tremolante, se asomaba a través del cortinaje de la sala para ver pasar a las turbas. Luego corría dejando un rastro acuoso que casi todos fingíamos no ver. Se encerraba en su estudio donde la imagen de una virgen de Lourdes y su santa Bernardita le daban certidumbre.
Tita lo despreciaba: «viejo cochón, en lugar de rezar, debería de comer menos. En este país de hambre es una provocación constante estar gordo´´.
Yo no decía nada. Tío Moncho me fascinaba. Conocedor exquisito de la comida criolla, era insustituible en la hechura de los huevos chimbos y la cajeta de coco. Dos golosinas que me regocijaban. Tío Moncho además, era el único que alimentaba mi esmirriado narciso. «Vos sos la mas bonita, cuando te vayás de aquí, lo único que no podrán quitarte es tu belleza´´.

Yo respiraba hondo cuando escuchaba a Tita, aun cuando sus palabras eran ríspidas, algo de ternura suavizaba sus comentarios, como si su comprensión del mundo y de lo que estaba ocurriendo la divirtiera.
Inteligente, utilizaba una dialéctica sutil para hacernos sentir tontos a todos.
Fue la que cuidó a papá en los últimos años. Se acercaba a cubrir sus piernas desmadejadas, abrochaba la chaqueta acolchada que nunca volvió a quitarse, como si el frio le naciera desde adentro.

A veces yo lograba convencerlo y pasaba su cuerpo lastrado a la silla de ruedas de la abuela Chila, lo llevaba al jardín donde los frutos se descolgaban de los árboles con el mismo entusiasmo de antes. Pequeños astros que siempre habían iluminado nuestra mesa.
Papá me pedía, entonces, que lo fuera acercando a cada uno de los árboles: al de naranjas, al limonero, al de durazno, al platanal, el de limas. Sus manos delgadas y gráciles recorrían los nudos de los troncos, con sus brazos deletreaba un nuevo cuerpo vegetal. Cada árbol había sido sembrado el día del nacimiento de Nené, de Tita, de Chepe, de Nuni y del mío. Así el alma de la planta se transmitiría al carácter, sembraría su impronta en el humor de cada uno de nosotros.
Papá abrazaba intensamente a los árboles de naranja, durazno y al de lima. Nené, Tita y yo. Miraba con tristeza al limonero y movía rítmicamente su cabeza. Panal de dolor.
Yo alcanzaba a escuchar, brotando por su boca desfigurada, el nombre de Nuni.

A Nuni nunca la conocí.  A los quince años, sin hojas de higuera que la cubrieran, salió al jardín enarbolando el viejo crucifijo de la abuela Chila. Salmodiaba una canción a la Virgen María. Su delirio místico cesó a la llegada del Dr. Blandón, quien le acarició la cabeza y cubrió su cuerpo con la gentileza de su abrazo. Se la llevaron a la capital donde los baños de agua fría fueron mitigando su furor místico hasta que la encontraron en la laguna de Tiscafa. Pequeña Ofelia.

Mamá, después de la muerte de Nuni, nunca mas regreso al jardín: «No le debí haber permitido a ese hombre sembrar un limonero´´, decía .
Desde lo de Nuni, papá se transformo en «ese hombre´´ . Yo fui el resultado de una noche, quizás donde papá volvió a llamarse José.
Mamá no pudo o no quiso darme pecho. Una alegría intermitente inquietaba sus días. El Dr. Blandón recetó unas pastillas para aminorar el escozor: Benadril. Después, mamá navegó en cardúmenes de migrañas hasta asfixiarse en ellas.

Yo tenia cinco años cuando acompañe al cortejo fúnebre. Asida a la mano de Tita me distraía con la tumba de Don Rafael Castellón. Los grandes ángeles de alas amenazadoras exprimían su sombra en el suelo de la tierra negra y yo esperaba sólo el aletear y su huída.
El padre Baltodano logró hilvanar un discurso elegíaco: Quería a la muerta. Yo no alcanzaba a encontrar el rostro de mamá en la mujer que describía: alegre, entusiasta, devota. Yo solo recordaba aquella mujer de cuerpo luctuoso y doliente, yo…

Papá tampoco se acercaba al plátano desbordante de hojas canoa. A Chepe lo había borrado de su vida y pretendía, a su vez, borrarlo de las nuestras. Una noche, mientras dormíamos, acuchilló el tronco generoso, mientras susurraba: «Maldito traidor´´.
Chepe, el del uniforme blanco, condecorado con insignias por el general, se volvió su ángel guardián, el custodio de sus sueños amorosos en las hamacas que se mecían a la orilla del `bunker´. Chepe, el que probaba el pescado recién engañado, para que ningún veneno se deslizara por la garganta del general. Chepe, el primero en subirse al avión que transportaba en su huida a quien hasta hacía poco era  «El Benemérito de la Patria´´. Se fue con el a su exilio tostado. En el avión se llevaron su hamaca, sus guayaberas blancas y a su amante añosa.

«El general se fue a Paraguay´´, decían. «Ya la bestia se fue´´, gritaban los semilleros de quienes después serían «Las turbas divinas´´.
Y sí, el general se fue solo, el otro general lo recibió. Entrechocaron estrellas. Al general, el nuestro, le gusto la carne contigua al general , el otro. Fue su sentencia. Aquel paisito que había quedado cerrado para todo lo que no fuera el correo y los cobros de la Banca Mundial, se abrió para recibir un comando especial. Luciferinos, sus integrantes tramaron la muerte del desterrado. Una bazuca, una explosión. Aquel pedazo de tiempo que era el general, estalló, se borró. Su Rolex de oro relumbraba entre los escombros.
Con la muerte de su tiempo, se pretendía borrar el tiempo histórico: cuarenta años de dinastía tropical .

De Chepe no supimos más. Alguna noticia nos llegaba. Estaba organizando las huestes vengadoras, decían, las que regresarían para instaurar en el trono a «Chigüín´´.
Nunca supimos si por represalias o porque así tenía que ser, -para que le péndulo de la historia pudiera continuar-, el nuevo gobierno despojo a papá. Las miles de hectáreas quedaban reducidas a unos bonos cuyo pago se difería a 25 años. «Tierras de papel´´, fue lo único que papá dijo. Al día siguiente lo encontramos chapoteando en sus propios humores: demediando, con un lado de su cuerpo estancado, cristalizado para siempre.
Tita lo cuidó con esmero. Logro sentarlo. La silla de ruedas de la abuela Chila fue desempolvada. Desde entonces la canícula de invierno se metió en su cuerpo y su chaqueta acolchada se convirtió en una segunda piel.
Aquella verba maravillosa, aquella facundia que había alimentado nuestra infancia y adolescencia con los juegos de palabras, retruécanos elaboradísimos, y cuentos de duendes, c dejos y lloronas, se convirtió en una lengua de Moisés, balbuceante y tímida.

Tita lo sometía a ejercicios implacables. Logro finalmente que comiera solo y que su lengua se desentumeciera. Fue entonces cuando comenzó su salmodia: La Guanábana, el Encanto, el Tanque, Hungría, Sábana grande, el Porvenir, Yupalí…una lista de nombres y nombres y nombres.

Una noche la canícula de invierno se metió mas hondo en el cuerpo de papá. Compramos el ataúd más chico. Carne consuncionada, poquísima carne, era lo que quedaba de el.

Tita lo arregló, lo lavó con pulcritud, lo vestimos con uno de sus trajes de lana inglesa. Al sacudir su chaqueta, Tita encontró un fajo de papeles: los bonos con que le habían permutado sus tierras… Tierras de papel.
Ahí estaban los nombres: Hungría, el Porvenir, Yupalí…

Cerramos la casa , no sabíamos, entonces, si alguna vez volveríamos a poblar corredores.
Tita y yo salimos al jardín, corrimos hasta estrellarnos cada quien contra su propio árbol.

Acerca de Tania Rodríguez

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